1. Con las manos en la masa.

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El sonido del teléfono me pilla con las manos en la masa, y no, no me refiero precisamente a la canción, más bien literalmente, pues estoy haciendo una empanada de atún y pimientos. Me limpio los dedos llenos de harina en un paño, y voy a por el teléfono móvil.

Leo el nombre de mi vecina en la pantalla, y descuelgo.

—¿Si, señora Amelia?

—¿Elena?

—Soy yo. ¿Le ocurre algo? —le pregunto preocupada, pues, aunque mi vecina es una mujer de setenta años bastante ágil para su edad, vive sola.

Las dos compartimos la tercera planta de un edificio antiguo pero recién restaurado de un barrio de Madrid. Se convirtió en mi primera amiga cuando llegué desde Sevilla hace dos años por motivos de trabajo. Y en este momento, la considero más como una segunda madre, —aunque me alimente como una abuela—. Hace unos potajes que están para chuparse los dedos y lamer el plato. —Esto último nunca lo he hecho, que conste, lo primero... tal vez—.Pero bueno, que me desvío, y este tema tampoco es tan trascendental.

—Sí, cariño. Estoy en la gloria —responde Amelia. —Pero se me olvidó comentarte ayer que estaré fuera unos días, y necesito que me riegues las plantas, y vigiles a Pepito. Pepito es un canario que canta como Montserrat Caballé, menudo pico y vozarrón tiene el jodío.

—¿Y eso? ¿Ha ido a Toledo a visitar a su hija?

—Que va, que va. Voy de camino a Barcelona con el IMSERSO. Nos vamos de crucero por las Islas Griegas diez días.

«Coño. Yo de mayor quiero ser como ella».

—Vaya. Pues que se lo pase usted muy bien, y cuidado con los solteros, que en cuanto la conozcan, seguro que le tiran la caña.

—Ui niña. Pero qué solteros ni solteros. Yo no tengo edad para eso. Además, le juré a mi Andrés, cuando murió, que ningún otro hombre me tocaría de nuevo.

Contengo una carcajada.

—Está bien. Pues no se preocupe, iré a echarle un ojo a las plantas y a Pepito.

—Gracias, cariño. Ah, por cierto, que se me olvidaba... Si es que ya no está una para recordar cosas... —masculla.

—Eso es porque está pensando en el viajecito que se va a pegar, señora Amelia.

La escucho reír desde el otro lado del teléfono.

—También, también. Lo que te iba a decir, que puede que mi nieto se quede unos días en mi piso por asuntos de trabajo. Si no lleva llaves, préstale la copia que tienes tú.

—Su nieto en vez de venir a verla, se apropia de su casa cuando no está. Menudo cara dura.

—Lo sé, niña. Es un desvergonzado. Cuando lo veas tírale de las orejas de mi parte.

Suelto una pequeña carcajada.

—No creo que me tome esas confianzas con una persona que no conozco.

—Te caerá muy bien. Es un buen muchacho.

—Seguro que sí. Ale, que disfrute del viaje.

—Gracias, Elena. Cualquier cosa me llamas.

—No se preocupe. Usted dedíquese a pasarlo bien, que se lo merece.

Nos despedimos y cuelgo con una sonrisa en la boca.

Esta mujer es la leche. Con esa mentalidad un poco anticuada que tiene, y siempre está de aquí para allá recorriendo el mundo, en plan Willy Fog. Ya podían ser así mis padres, que se tiran todo el año en Sevilla, y no hay quien los mueva de allí. Excepto en verano, que les gusta pasar unas semanitas en Punta Umbría, un pueblo de Huelva en el que siempre hemos pasado las vacaciones. En los dos años que llevo aquí en la capital, apenas han venido a verme. Unas tres o cuatro veces, quizá; pues normalmente soy yo la que va a Sevilla porque para ellos, cruzar Despeñaperros, es como salir del país, y les cuesta la propia vida hacer dos horas y media en tren. A eso hay que sumarle que a mi señora madre, el ambiente cosmopolita y caótico de esta ciudad, no le gusta. Confieso que, en un principio, también a mí me agobió, Madrid me hacía sentir muy pequeñita, pero no me quedó otra que acostumbrarme, pues mi puesto es indefinido, y no me planteo regresar por ahora a Sevilla.

Yo solo iba a regar las plantas... (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora