Se sabe que siempre está allí. Todas las tardes está posada, sobre una tela celeste, a la espera de la progresiva caída de su estrella; de la estrella. Sentado en un banco de plaza, que de forma no muy ocasional se halla en su patio, y con un café recién hecho, un joven se aboca a la contemplación de otro atardecer más. "Los colores se funden", piensa tranquilo, mientras observa el degradé propio de un ocaso tan convencional como particular. Ya es una costumbre para él; siempre que puede, siempre que logra encontrar un recoveco entre sus ocupaciones, se sienta en el mismo lugar, acompañado nada más que por su bebida. O, en realidad, eso es lo que él pretende, ya que desde hace tiempo viene teniendo una cercanía invisible, que atestigua su estadía. Es Luna, la luna, la que se mantiene allí con él.
En algunos momentos esta puede ser vista, e inclusive ha sido mirada por el joven en más de una ocasión. No obstante, estos avistamientos han dejado de ocurrir, y él no recuerda cuándo fue la última vez. "Bah, miento", se dice a sí mismo; mientras sigue con los ojos atados al cielo, se figura perfectamente en su cabeza la última ocasión en la que ella apareció. El lienzo, todavía celeste pero ya teñido de rosados, púrpuras y anaranjados, obsequiaba esa tarde un panorama bastante bello; bastante retratable. El clima era ideal, o al menos así lo evoca el joven. Un pequeño sorbo de café, mientras pinta un poco sus labios, combustionan sus recuerdos: los detalles lunares, tan hermosos como lo han sido toda la vida, eran dueños de sus pupilas aquella tarde. ¿Él? Él vestía quizá unos pantalones negros, quizá unos zapatos, quizá una camisa. Su memoria, tan selectiva como caprichosa, elije desprestigiar esa parte de la escena, pues solo está enfocada en lo que interesa. En el cielo, en ese baile de colores, y en Luna; en la luna.
Asimismo, otras notaciones mentales le surgen de lo acontecido. Tuvo ciertas conversaciones en torno a banalidades. Preguntó sobre el sueldo que tenía que cobrar, se pronunció acerca de las injusticias que sufrió un paciente que, desesperanzado, habría acudido a una consulta en el hospital donde él trabajaba. También habló sobre su madre y su peculiar insistencia en saber sobre su vida. Recuerda que la vulgaridad era dueña de dichas temáticas, porque al momento de expresarlas no le interesaba su propio decir. Él hablaba mientras pensaba en otra cosa; y, por supuesto, no se escuchaba. Claro, cómo podría interesarse por otra persona si ni siquiera él se resultaba interesante. Aun así, a pesar de su monótona existencia, lo que se enseñaba como una fiel obra de arte seguía siendo lo que tenía frente a sus ojos. Nunca dejó de maravillarse por aquel espectáculo lunar.
Un par de suspiros escoltaron los últimos tramos de su recuerdo, y fue así, con la puesta definitiva del sol, que finalizó lo que estuvo imaginando. Por motivos que aquí no competen, el joven afirma que esa fue la última tarde en que observó a Luna, sentado en su patio. Tan vívido como vivido fue lo que rememoró, que "hasta parece una fotografía"—piensa. A partir de allí, la luna ya no apareció más en sus pupilas. Esta eligió, sin embargo, hacerse notar de otra manera. La luz ya no le otorgaba forma ninguna, no había silueta capaz de ser contorneada por los ojos del joven. La luna ya no reflejaba destellos, ni tampoco se enseñaba con su grado característico de impasividad. Ella no lo necesitaba, pues, para demostrar su presencia. Adquirió la capacidad de ser imborrable; y así, inmarcesible, fue que se conservó como acompañante del joven en todos los atardeceres. En cada degradé cósmico, estaba ella transparente. En cada oportunidad de un ocaso se encontraba Luna, implacable. Por fuera de los ojos del joven y muy por dentro suyo.

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El fenómeno de la luna transparente
Ficción GeneralAforismos respecto de la presencia y evanescencia de una luna.