Lo primero que William Hurst vio cuando despertó de sus no tan dulces sueños fue su cara. Josephine, su madre, le sonreía y lo miraba con sus llorosos ojos azules; la luz del sol se le filtraba por su cabello, como al alegre Jesús de su Biblia ilustrada.
En este sábado en particular, la palabra “madre” era tanto un sustantivo como un verbo.
Detrás de ella, al final de la cama de Will, se encontraba el acuario para ranas que había deseado durante todo el verano. Tenía un estanque para renacuajos y una saliente rocosa en la que las ranas podían dormitar debajo del follaje de un trébol verde de plástico.
Will sabía que debería estar parloteando emocionado. Ahí estaba ella, esperando que levantara el puño y diera vueltas en señal de júbilo (nunca se atrevería a brincar en la cama, por supuesto). Pero algo estaba fuera de lugar. No era el momento adecuado.
—¿Hoy es mi cumpleaños? —preguntó Will—. ¿Hice algo para merecer un premio especial? —No —respondió Josephine—. Hoy no es tu cumpleaños. Y tú, pequeño, eres mi premio especial.
Estiró la mano para acariciarle la cara al niño, como para darle un pellizco juguetón en la barbilla vendada o acomodarle el pelo (demasiado largo) detrás de la oreja. Sonó el teléfono y su mano recién humectada se quedó suspendida en el espacio. Se puso de pie y se deslizó en sus sandaliasacolchadas para contestarlo; un tubo de velcro se le cayó del pelo y se quedó pegado en la alfombra como un erizo.
La casa debería haber estado tranquila ahora que la hermana de dieciséis años de Will, Violet, había desaparecido. Curiosamente, la casa de la familia Hurst continuaba siendo ruidosa. Incluso después de que colgó el celular, su voz permanecía nerviosa; sus acciones, escandalosas. La siguió a la cocina, donde el radio ya estaba prendido en la WRHV. Las puertas de la alacena se azotaban, los cubiertos salían disparados con los empujones que le daba a los cajones.
El olor a huevo podrido del baño matutino de su padre descendía por la escalera. El agua del tinaco estaba sulfúrea. A Violet le gustaba decir que el infierno olía a azufre. Igual que los lugares infestados de demonios. Si decidía creerle a su madre —y no había razón para no hacerlo—, los demonios eran rebeldes como Violet. Cayeron en desgracia cuando miraron los ojos bondadosos de Dios para anunciarle que ya no lo necesitaban.
En el desayunador, Josephine le preguntó:
—¿Un sustantivo es una palabra que indica una acción, que describe o que nombra?
—Una palabra que describe —respondió Will entre bocados de avena.
Por la sonrisa de Josephine —una media luna brillante— era imposible determinar si había acertado o no.
—Pongámoslo así —continuó—: ¿Cuál es el sustantivo en esta oración: ‘Siempre sé lo que hago’?
—Que.
—Que cuál es el sustantivo en esta oración…
—No mamá, no te estaba preguntando. “Que” es la respuesta.
—Ah —respondió Josephine—. Esperaba que dijeras “lo”; supongo que “que” también es correcto en este caso.
El teléfono inalámbrico retumbó desde el soporte. Josephine contestó y salió de la cocina mientras hablaba. “He dicho que no. Tengo un hijo de doce años con necesidades especiales. Es un peligro para él, no puedo tenerla aquí.”
Will tenía un trastorno del espectro autista con epilepsia comórbida. Le gustaba cómo sonaba, la palabra “espectro” se parecía a “espectacular”. Sin embargo, sabía que sus diferencias avergonzaban en secreto a su familia, sobre todo a su padre. En el café Cherries Deli, siempre descubría a su papá viendo a los chicos de las ligas de futbol juveniles que comían helados después de los partidos. A lo mejor Douglas deseaba un hijo más fornido y sociable, un bravucón de pelo rapado que pudiera bañarse y subir las escaleras sin supervisión, sin la amenaza agobiante de sufrir un ataque.
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Mother, Mother
Mystery / ThrillerMother, Mother Koren Zailckas 360 páginas Español: Si Editorial: Suma de Letras Diseño: Jorge Garnica Edición: Abril 2014 Sinópsis: En este impactante thriller psicológico se narra la historia de una típica familia norteamericana, con una vida conf...