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Fuera hacia una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros, las gotas correteaban por el cristal. Había un muchacho pequeño de unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando por la cara; tenía el abrigo empapado de lluvia que goteaba. Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse se quedo quieto en la puerta como si estuviera clavado en el suelo. Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo en penumbra. Detrás de una pared se veía el resplandor de una lámpara, de esa zona iluminada se elevaba de vez en cuando un anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y se desvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Evidentemente, allí había alguien.

Luego se acercó a la pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado, que parecía muy usado y como polvoriento. Un chaleco floreado le sujetaba el vientre. Tenia una cara roja que recordaba la de un bulldog de esos que muerden.

Sobre las rodillas tenia un libro en el que, evidentemente, había estado leyendo, porque al cerrarlo había dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano derecha...como señal de lectura, por decirlo así.

La historia que jamas quise contarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora