IV

39 3 0
                                    

El timbre de la bicicleta sonaba cada vez que pasaba por algún bache en el camino de tierra. Intentaba evitar las piedras sueltas para no pinchar ninguna rueda, pero el camino era tan desigual que a veces se volvía imposible. La cesta iba llena de florecillas silvestres que iba recogiendo para formar un gran ramo y dejárselo a su madre en la cocina pensando en sacarle una sonrisa cuando llegase a casa cansada de trabajar todo el día. Isabel sentía lástima hacia ella, condenada a trabajar tanto para sacar a ambas adelante sin quejarse, pero poco era lo que podía hacer por ayudar. Se contentaba con olvidar sus sueños sin intentar al menos hacerlos realidad. No se atrevía ni siquiera a comentarlo en casa por si a su madre se le ocurría ponerse a trabajar más sólo para comprarle un piano o mandarla a la universidad. Desde pequeña había querido convertirse algún día en profesora de música, pero no tardó mucho en abrir los ojos y madurar intentando dejar atrás ese tierno sueño de la infancia. Los niños pobres se ven obligados a crecer a la fuerza golpeados por la dureza de la vida; no tardó mucho en aprender a sumar dos más dos y darse cuenta de que el precio de una matrícula era algo que sus padres no podrían permitirse, y menos ahora que sólo contaban con el salario de su madre. Poco a poco aquel que era toda su ilusión se fue convirtiendo en un sueño secreto que protegía con lo más hondo de su corazón pero sin tratar de sacarlo de allí, dando por hecho que su vida se limitaría a vivir en el pueblo hasta que llegase el fin de sus días.

No culpaba a nadie de su suerte, tan solo al destino por haberle escrito una vida tan sosa, aunque siempre trataba de sacarle el máximo partido posible y nunca desaprovechaba una ocasión de escuchar la música clásica que tanto le gustaba.

Llenó la cesta hasta arriba de amapolas y margaritas blancas y tomó el camino de regreso a casa pedaleando con cuidado para que no se le cayeran, más pendiente de las flores que de mirar por dónde iba, de modo que no pudo ver un carrete de fotografía que alguien había dejado tirado en medio de unos hierbajos. La rueda de la bicicleta chocó contra él y se frenó, provocando que Isabel no pudiera controlarla y cayese al suelo. Después de tanto empeño todas las flores volvieron al lugar al que pertenecían, encontrándose de nuevo con la tierra, aunque ella se empeñara en separarlas recogiéndolas otra vez.

Levantó la bicicleta de nuevo y apartó el carrete de su camino dándole una pequeña patada con el pie. No tardó en ponerse de vuelta, aquel lugar del que recogió las flores estaba bastante lejos de su casa. Dobló la esquina y dejó atrás el árbol solitario en el que unos pajarillos inteligentes habían escondido su nido.

Juan salía de su casa con un cigarro en la boca andando moviendo los hombros, lo que le daba un mayor aire de superioridad.

Se cruzó con dos chicas vestidas con una falda de longitud media mientras se dirigía a casa de Luis, girándose cuando las dejó atrás para contemplarlas desde todos los ángulos mientras les silbaba grotescamente. Ninguna reaccionó, simplemente le ignoraron y siguieron su camino.

Rondaba la una del medio día, el calor era casi insoportable y no había en la calle ninguna sombra bajo la que resguardarse. Al pasar al lado de las casas se encontraba las ventanas abiertas con el fin de atrapar el inexistente aire que refrescase el interior de la casa. En algunas encontraba el ruido de niños jugando o el propio de las faenas de la casa, pero al doblar una esquina se cruzó con una habitación en la que escuchaban la radio un grupo de hombres, probablemente todos los vecinos del barrio, que se habían reunido para escuchar en la única radio del vecindario el programa de guerra. Se paró escondido a un lado de la ventana tratando de captar lo que se decía. En su casa no podía manifestar su sentimiento republicano y mucho menos escuchar emisoras como aquella. Su padre culpaba a sus amigos de sus ideales, alegando varias veces a lo malas influencias que eran para él y llegando a amenazarle con no permitirle volver a verlos, pero siempre se las ingeniaba para estar al corriente de la situación de su bando en la batalla. En aquel momento hablaba Miguel Hernández, llamando sobre todo a la cordura y a la valentía de aquellos que decían mucho de palabra y luego cumplían poco con los hechos. Los trató de cobardes e incluso recitó un poema inspirado por aquellos a los que se refería.

Un punto sin finalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora