Lucía tenía unos ojos preciosos: café, grandes y redondos, enmarcados por unas grandes ojeras moradas que se perdían en el canela de su piel en primavera.
Yo era muy tonta para darme cuenta todavía de la forma en que realmente la miraba, porque la miraba, siempre la miraba.
Lucía era alta, preciosa morena de cabello rizado azabache y yo solo era yo, viéndola en la clase de atletismo correr con esos pequeños shorts color rojo y calcetas blancas largas. El rojo siempre se vió bien en ella, quién fuera ella.
A menudo la recuerdo, la recuerdo perfectamente como en esta noche en que me atrevo a evocar su recuerdo mientras fumo en la terraza y me tomo un mezcal.
Su recuerdo se pasea en mi memoria, vibrante y anhelante como siempre ha sido y nos veo ahí, jugando bajo la lluvia, quinceañeras.
La primera vez que vi a Lucía ni siquiera la vi, ella entró corriendo al salón el primer día de clases del tercer año de secundaria porque se mudó a mi ciudad natal de imprevisto. Según dijo, su padre era militar, su madre ama de casa y ella hija única, por lo que en su familia se hacía lo que el militar decía y este era su tercer cambio de residencia desde que estaba en secundaria. Yo tenía mucho sueño y lo que menos quería era oír que alguien se presentaba cuando ya todos nos conocíamos de casi toda la vida.
Yo nunca hablaba mucho, Lucía en cambio nunca se callaba.
Ese día a la salida de la escuela llovió a mares, mientras esperaba el camión que me dejaba cerca de casa, ella iba caminando tranquilamente como si el cielo no se estuviera cayendo sobre ella cuando me vio, irritada y mojada.
Me habló como si me conociera de toda la vida, se quedó conmigo y me contó de ella, era bailarina de ballet, le gustaba cantar y odiaba cambiar de casa tan seguido, no tenía interés en los niños y le gustaban mis pecas. Después decidió acompañarme a casa mientras jugábamos en los charcos, dos días después nos enfermamos de catarro.
Nos volvimos inseparables, ella iba a mi casa y yo a la suya, su padre era más temible de lo que me pintaba y su madre más amorosa de lo que se atrevía a contar. Pasamos tantos días, tantas tardes y tantas noches juntas, que en algún momento perdí la cuenta y ahora me es casi imposible recordar con exactitud, mejor así, a veces incluso imagino que nuestras aventuras fueron infinitas.
En algún momento comenzamos a explorar juntas la vida, a cuestionarnos, a mirarnos como no deberíamos mirarnos y a tocarnos como nunca debimos tocarnos. No podía huir, Lucía era preciosa y yo demasiado segura como para darme cuenta que como ella jamás habría dos. Y nunca la hubo.
Una tarde de invierno, después de ver una película de video cassetera en su casa, su madre nos dejó solas, esa noche haría café de olla para el militar y necesitaba canela y anís. Esa fue la primera vez que nos besamos, después de ese día vinieron incontables mañanas, tardes y noches en que nos buscábamos ansiosas, curiosas, llenas de amor por la otra, pero jamás como su padre nos atrevió a llamar aquella noche que nos encontró en su portal: "lascivas y sucias, llenas de pecado". Lucía y yo jamás pensamos que aquello fuese pecado, nos queríamos, éramos amigas y aquello se sentía bien, ¿cómo podría estar mal?
El militar tomó el precioso cabello de Lucía y la aventó con fuerza dentro de la casa y yo más enojada que temerosa, me le fui encima. Terminé con el labio reventado y la mejilla morada. Lloré por horas fuera de su casa, lloré en el camino de regreso y lloré por la mañana en la escuela cuando no la encontré por ningún lado.
Lucía desapareció una semana, cuando la volví a ver tenía el cabello corto, debajo de las orejas y sus ojos parecían estar secos, cuando quise acercarme a ella me huyó. Mientras la observaba en clase pude percatarme que tenía moretones en las piernas, esa semana ni siquiera estuvo en clase de atletismo.
En pocas palabras, Lucía jamás volvió a ser la misma y yo tampoco.
Sus padres se encargaron de que se alejara de mi para siempre, de que se volviera retraída, triste, solitaria... Al terminar el año no quedaba nada de la quinceañera que presumía su belleza y sus shorts rojos.
Dejamos de vernos cuando me fui a la preparatoria, pero aún lejos, las noticias vuelan. Tenía dieciséis años cuando Lucía se suicidó, fue el mismo militar quién la encontró acostada en la cama cubierta de rojo, del rojo carmesí que ya no me gusta para nada, porque se abrió las venas. Fue su madre quién lloró la pérdida, fui yo quien se lamenta hasta el día de hoy por haber huído de aquella ciudad queriendo borrar su recuerdo.
Pienso en que quizá con suerte, nos encontraremos en otra vida, en otra época, más valientes, menos niñas, más despiertas, pero mi escepticismo me persigue como el perro que se ha dado cuenta del miedo en mis entrañas, diciéndome que esta oportunidad era única, como la única vida que tengo.
Lucía para mí no era solo una mujer, Lucía era mi expresión máxima del amor. ¿Cómo podría estar mal el amor?
Su pérdida significó la mía. Jamás amaré a nadie como amé a mi pequeña Lucía.

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Rojo Carmesí | Cuento
Cerita PendekLucía tenía unos ojos preciosos: café, grandes y redondos, enmarcados por unas grandes ojeras moradas que se perdían en el canela de su piel en primavera. Yo era muy tonta para darme cuenta todavía de la forma en que realmente la miraba, porque la m...