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Todo era muy malo.
Estaba internándome en una vida demasiado difícil, y demasiado dolorosa. Estaba permitiéndole a la decepción, acompañada de la desesperanza, entrar a su vida.
Porque en verdad dolía cada vez que Jennie rechazaba cualquier tacto de su mamá, dolía tanto que verla llorar podía arrancar tus propias lágrimas. En verdad dolía ver que Jennie no tenía suficiente fuerza para controlar la más mínima insinuación de miedo, dolía verla llorar y gritar que nos fuéramos.
Dolía ver que sufría y no podía solucionar su angustia.
El autismo de baja funcionalidad venía en algunos casos acompañado de ansiedad o depresión.
Y Jennie era una persona triste atrapada en un cuerpo que no podía reflejarlo correctamente.
Ella no podía decir que algo le faltaba, que algo necesitaba, que algo le dolía en su interior, porque tal vez no lo comprendía, porque tal vez no sabía qué era, simplemente no podía.
Yo solía sentarme frente a ella, en el suelo de su habitación, escuchando cómo lloraba y decía que algo le dolía mucho. No sabía la causa de su dolor, y me frustraba tanto no poder hacer algo.
Su mamá me decía que en esos casos la solución era dejarla sola. Nunca fue capaz de calmarla, solo lo hacía.
También me dijo, que no tenía suficiente dinero para pagar algún terapeuta y brindarle algún tratamiento, o cualquier cosa que la ayudara a adaptarse, porque las personas autistas adultas son capaces de integrarse, de crecer, de trabajar y vivir como cualquier persona.
Pero el autismo de Jennie era de baja funcionalidad, dependería por el resto de su vida de quién estuviera a su lado.
Y todos sabemos que las madres no son eternas.
Entonces, ¿Qué sería de Jennie en el futuro?
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