Manchester, 1933.
Richard Starkey se había asentado en la mansión de la familia Lansbury a principios de la temporada otoñal. Su nueva oportunidad laboral comenzó en esa estación alejada de Manchester, entre el ruido de los tranvías y los pasajeros que abordaban a los trenes. El coche que lo recogió de su desamparo lo arrimó hasta más allá del páramo que dividía a la ciudad y el sector rural. Ese día, y de cara al anochecer, Richard fue recibido por su nuevo empleador: Gerard Lansbury.
El señor Lansbury era el típico hombre de negocios que constantemente cambiaba de hogar a lo largo y ancho del país. Se sintió arrinconado al ver que lo observaba fijamente a través del enorme escritorio, pero sabía que hacía un buen trabajo y que se merecía una buena paga. Gerard le explicó, al mismo tiempo que calaba de un puro, lo difícil que era mantener ocupado a su hijo menor y que le pareció una buena idea contratar a un pintor. Por supuesto que en sus gestos se evidenciaba la duda y sus palabras hablaban entre líneas. Aún así, el señor Lansbury le tendió la mano y sellaron el contrato de seis meses que le correspondía a Richard.
De repente, la señorita Lansbury —quien había entrado sin permiso al despacho— se interpuso en la conversación y comentó con una voz amargada que su estadía no era la única, pues otro tutor venía en camino. El matrimonio tuvo un tenso diálogo frente a sus narices, a lo que Richard comprendió que la familia pronto se mudaría a Berlín y que ese colega era un instructor de alemán. Para él no era una molestia compartir a los niños Lansbury con otro tutor. Después de todo, Richard solo enseñaba el arte de la pintura.
—Entonces, ¿con cuáles colores vas a empezar? —preguntó a su pequeño alumno—. ¿Recuerdas cómo se complementan?
—Por supuesto —contestó el alegre niño, el menor de los Lansbury—. Debo mezclar este amarillo con un color lila… ¿Cierto?
—Así es. ¿Y para qué quieres neutralizar el amarillo?
—Porque necesito pintar la luz de este foco —apuntó al objeto en cuestión del bosquejo. El niño, de nombre Louie, parecía confundido con el proceso a seguir—. ¿Lo estoy haciendo bien, señor Starkey?
—¡Lo estás haciendo muy bien! —esbozó una sonrisa—. Ya verás que en la primavera podrás pintar hermosos paisajes de Berlín.
El pequeño Louie aumentó su entusiasmo y continuó con su tutela para terminar la pintura. Richard tenía mucha paciencia con los niños, por ende era muy recomendado por las familias de padres primerizos.
Acabada la lección, Richard se envolvió en su gastada chaqueta y cruzó el umbral que llevaba al jardín. Para su sorpresa, su soledad no sería complacida, pues se topó con los dos hijos mayores en plena clase de alemán:
—Sobald wir diesen Absatz beendet haben, können sie sich beide ausruhen, okay? —escuchó la voz tácita del maestro y los jóvenes asintieron obedientes—. Amanda, comienza la lectura —ordenó en inglés.
Richard no quiso interrumpir, tampoco optó por irse. Simplemente se halló encendiendo un cigarrillo y estirando las piernas cerca de aquella clase al aire libre. No pudo evitar agudizar su oído cuando se dio cuenta de cómo la chiquilla pronunciaba el idioma sin problemas. Quizás estaba haciendo un juicio muy apresurado, pero algo le decía que Amanda Lansbury era la hija preferida de los tres hermanos. Sólo bastaba con ver su elegante postura, sentada en uno de los bancos del jardín, y escuchar la rigidez de su voz. George Harrison, el tutor de los mellizos Lansbury, ladeó una sonrisa orgullosa.
—Du hast so viele fortschritte gemacht —le dijo al terminar la lectura—. ¿Practicaste antes de la clase? —la chiquilla negó con la cabeza—. Entonces, ¿cómo leíste tan perfectamente?
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𝐞𝐱𝐨𝐭𝐢𝐬𝐜𝐡 | starrison
Fanfictionː͡➘₊̣̇ 𝕿𝖍𝖗𝖊𝖊 𝕾𝖍𝖔𝖙 Richard se encuentra en una remota mansión del Great Manchester, acogido por la familia Lansbury y trabajando como maestro de pintura. En su tímido corazón habita el deseo por cometer el acto más puro y a la vez más pecami...