II.

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Piccadilly estaba repleto, atestado de gente yendo de un lado a otro. Muchos pasajeros abordaban a los trenes que unían la costa oeste de Inglaterra, o incluso a aquellos que se adentraban al territorio comarcal camino a Derbyshire. La metrópolis mancuniana era lo más cercano a una ciudad cosmopolita que había conocido, pero no lo disfrutaba del todo. Bajaron del vagón junto a una turba de gente y emprendieron rumbo al portal de la entrada, ese que apenas veía detrás de sus cabellos alborotados por el viento. Al ser tan bajo de altura recibía golpes a los costados de gente más alta que él, incluso de algunas damas. El ambiente olía a un denso vapor que se adhería a la garganta, impidiéndole emitir una palabra de auxilio. George se percató de su estado y empujó a la estampida humana tanto como su fuerza se lo permitió. 

Al fin llegaron a la salida, donde Richard tomó una bocanada de aire y relajó sus músculos. 

—¡Maldito seas Manchester! —exclamó en su acento de nacimiento.

—Cuidado con lo que dices. Hay que fingir que somos de la provincia. Actúa como si fueras de aquí.

—¿Cómo un energúmeno?

—Con esas palabras ya lo pareces —George sonrió—. Andando. 

Quien guiaba era George, por supuesto, y mantenía una presencia serena mientras caminaban en las avenidas del centro de Manchester, en el lado fronterizo de Salford. Echó un vistazo a su reloj de bolsillo y las manecillas marcaban las una en punto, la hora del almuerzo. 

—George, ¿hacia dónde vamos? —preguntó cuando cruzaron otro mar de gente.

—Quiero llevarte al restaurante que mi padre solía traerme en mi adolescencia. A veces veníamos de Liverpool solo para comer aquí. 

—¿En serio te gusta este lugar? —hizo una mueca de desagrado.

George ignoró sus quejas. 

—Me encanta, si te soy sincero. Sé que nada se compara al muelle de Liverpool, pero me gusta conocer otros lugares. 

Optó por tragarse la amargura y ceder al galanteo.

—¿Y desde cuándo no vienes con tu padre?

—Pues… ya te imaginarás desde cuando —George hizo un ademán con la cabeza en dirección a un grupo de hombres.

Los vio vestidos con pulcros trajes, luciendo sombreros de oficina y fumando cigarrillos que emanaban humo de un aspecto suntuoso, pero lo irónico de la situación era que llevaban esos afamados carteles colgando de los hombros, esos que comúnmente decían "busco trabajo".

—Ah, claro... —se limitó a decir. La presencia de esos hombres era tan amarga como un cuadro de Henry Fuseli.

—Pero no importa. Estoy feliz de volver, por eso tomé el trabajo con los Lansbury sin pensarlo. Deseaba estar aquí —inhaló profundo—. ¿Hueles eso? El olor a desamparo y desesperación. Eso es Manchester. 

—Te encanta romantizar lo terrible.

—Yo solo soy un hombre enamorado —George guiñó un ojo—. Ya, no me mires así, no estoy diciendo que esto sea bueno. A todos nos ha afectado la depresión. 

—Y por eso me declaro un pintor muerto de hambre —masculló. 

George solo lanzó una carcajada y continuó a paso firme por el camino. Parecía un ciudadano normal, nacido y criado en Manchester. Lo interesante era percatarse de las miradas de reojo que otros mancunianos le dirigían. Parecía ser que su caminar tan confiado llamaba la atención.

Richard comenzaba a molestarse, pues esas ojeadas daban un atisbo de disgusto por él. 

—Ni que fuera el fantasma de Canterville… —murmuró para sí. 

𝐞𝐱𝐨𝐭𝐢𝐬𝐜𝐡 | starrison Donde viven las historias. Descúbrelo ahora