«Un paraíso con nombre de mujer».
Eso dijo María Gabriela Isler cuando estaban en la ronda de preguntas finales y le preguntaron cuál sería el eslogan con el que promocionaría a Venezuela ante el mundo.
Su respuesta la catapultó a la cima de las favoritas y, gracias a eso, se convirtió en Miss Venezuela 2012. Al año siguiente nos trajo las séptima corona del Miss Universo a nuestro país.
Por ahí dicen las malas lenguas que Molly —como le decimos cariñosamente a nuestra María Gabriela— ya tenía la respuesta preparada incluso antes de que comenzara la transmisión del certamen y que por eso su comentario fue tan acertado.
¡Vaya Osmel a saber!
Sin embargo, para nosotros fue el eslogan que no sabíamos que necesitábamos, pero que atesoramos en el corazón.
Pero lo que ella jamás podría imaginarse es que ya existía una chica que llevaba dieciocho cargando ese nombre a cuestas.
Y sí, señoras y señores, esa persona soy yo. Me presento: Venezuela Rodríguez, a la orden, pero no a la disposición. Venezolana de pura cepa y caraquista hasta la muerte, porque primero muerta antes que irle al Magallanes.
Seguramente pensarán: «¿Una chica llamada Venezuela? Já».
Pero, a ver, ¿por qué no? Si otras personas tienen nombres fabulosos como Grecia, Francia o Argelia, ¿por qué no podía llamarme Venezuela?
¿En qué estaban pensando mis padres cuando me nombraron? No tengo ni la menor idea, pero estoy segurísima de que pensaban en lo mismo que otros padres que decidieron llamar a sus hijas por los nombres de Guayana, Caroní y Amazonas.
Y no, señores, no estoy inventando esos nombres; son los nombres de mis tres primas. Mirando en retrospectiva, no es extraño que yo haya terminado con un nombre así viniendo la familia que vengo.
¿Que si diría que somos una familia patriótica? No. ¿Que somos una familia enamorada de este país? Sí. ¿Que estamos algo locos? De eso un poco también.
Ahora me dirán: «¿Cómo es ser Venezuela siendo venezolana?».
Lo confieso: crecer llevando este nombre no es fácil.
De entrada, tienen que estar concientes de que el chalequeo (No, señores, el chalequeo no es lo mismo que el bullying. Al contrario es echar broma de manera inocente, sin faltarnos los respetos) es intenso desde el momento en que pones un pie en la escuela, si es que no comienza antes, con tus primos fastidiándote.
—¿Estás segura de que no quieres cambiarte el nombre? —me preguntó un día compañera de clases.
—Yo que tú, no dejo que me llamen así —dijo otra, como si le hubieran preguntado.
—Puedes decir que te llamas Venecia, suena más bonito —propuso una tercera sin saber que Venezuela significa pequeña Venecia, o eso es lo que nos enseñan en la escuela.
No sé qué les hizo pensar a esas pobres creaturas que yo necesitaba consuelo ante mi nombre, pero agradecí su interés. Sin embargo, más ayuda necesitaban ellas.
Desde pequeña, mis padres supieron inculcarme amor por lo que yo era, por lo que representaba.
Sí, es cierto, Venezuela no es un nombre muy común, pero es mío, soy yo, es lo que soy.
Muchos quizás crean que mis padres son unas fanáticos políticos y que esta fue su manera de demostrarlo. Pero, lo cierto es que Venezuela va mucho más allá de quienes se sientan en la silla presidencial y de cuantos presidentes hayan en este momento, que a decir verdad, no estoy segura.
Venezuela es mucho más.
Venezuela es calidez, es alegría, es playa, río y selva. Es nieve y desierto, tepuyes y llanos, cuidad y campo.
Venezuela es que te levantes un día con tremendo palo de agua, pero que al rato el sol salga como si nada.
Venezuela es acostumbrarte a que ningún día es igual al anterior, porque aquí cada día se rompe la rutina.
Venezuela es saber que no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista. Es saber que a mal tiempo buena cara y que una sonrisa vale más que mil palabras.
Venezuela es despertarse para desayunar en el puesto de la esquina una empanada calentita, echando humo, desprendiendo ese olorcito a hogar, con bastante guasacaca, acompañada de una malta bien fría.
Venezuela es mirar a tu vecino como tu familia, es saber que los amigos de tus padres son tus tíos y que, aún en medio de los problemas, todos somos hermanos. Hermanos que pelean, discuten y se molestan, pero que al final del día están juntos celebrando las victorias del amigo y acompañándolos en sus derrotas. Sin embargo, eso no lo entendí sino hasta hace unos años.
Tendría yo unos 20 años, en el año 2014, cuando las manifestaciones contra el gobierno comenzaron a ser más regulares y más violentas. Vivir en Caracas, tener que presentarme y decir mi nombre ante alguien nuevo me daba un miedo tremendo. No quería que pensaran que estaba a favor o en contra de algún partido, o peor aún, que estaba loca, lo único que quería era pasar desapercibida.
—La mujer que lleva el nombre de un paraíso nunca podrá pasar desapercibida, Venezuela, ni aunque lo haga debajo de una mesa, escondida detrás de un gran mantel —me dijo un día mi madre al sentirme tan afligida viendo los vídeos de las manifestaciones—. Así que levanta esa cara, muéstrate valiente, nunca dejes que nadie te robe el valor que tienes y siéntete orgullosa de nacer aquí.
Y yo intentaba hacerlo. Me preguntaba: «¿De qué me puedo sentir orgullosa? ¿Habrá algo que no haya visto aún?».
Así que me propuse encontrar ese algo que me diera una razón de ser.
Decidí dejar de lado ese celular cargado de malas noticias y me asomé por mi ventana. Ahí vi las cosas de las que mi madre me hablaba:
Vi a país vestido de vinotinto dispuesto a apoyar a la selección nacional, creyéndolos ganadores sin importar contra quién jueguen.
Vi a unos niños tocando la puerta de la vecina para llevarles un poquito de granos que su mamá le había mandado.
Vi a un señor mayor echándole la bendición a cuanta persona pasaba por su lado.
Vi a una abuela abriendo la puerta de su casa para dejar que los niños de la cuadra fueran a tumbar mangos.
Vi a una joven dispuesta a ayudar a la señora desconocida que venía cargando las bolsas del mercado.
Vi a un par de compadres en una esquina celebrando el nacimiento de un nuevo ahijado.
Vi un grupo de señores jugando dominó, sacando cuentas en su mente para luego reírse a carcajadas por haberles dado zapato a sus contrincantes.
Vi risas, alegrías, amistad, juegos, perseverancia, optimismo y pasión.
Vi todo aquello y me di cuenta de que tener este nombre era una bendición.
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Venezuela
Short StoryRelato sobre una chica que ha aprendido a vivir con el nombre de Venezuela. Esta historia participó en el concurso "Cazadores de escritos", de CaveCrew. Imagen de la portada sacada de Pinterest. Relato original. HISTORIA REGISTRADA EN SAFE CREATIVE...