EL RESCATE DE LAS ZAPATILLAS

65 6 23
                                    

La ventana de al lado es un buen distractor. Quizás malo para el aprendizaje escolar, pero, bueno para no estar sofocándose ante el tedioso hablar de la profesora...
A Lucero le gustaría recibir una llamada para poder así perderse unas frases y largarse de la clase. Acaso de empresarios, acaso de presidiarios; le importaba poco cuál fuere. Pero no. Sus llamadas sólo llegan a interrumpir sus momentos de ocio con el celular.

Se concentró, durante unos minutos, al discurso de la mujer de blanca camisa apenas planchada. Casi cae dormida.
Su maestra blandía con tiza su puño, trazando largas rayas y numerosos puntos, como queriendo partir a la pobre pizarra. Frunció el ceño. La arrugada mano, con sus sobresalientes venas, escribiendo aquí y allá, parecía guardar varios secretos. Tomó nota de ello. Mientras mentalmente se cuestionaba sobre el posible enigma, haciendo caso omiso a las emitidas palabras de su profesora, sus compañeros de clase se echaban bromas y, contradictoriamente a lo que sucedía, podría decirse desde otro punto de vista que ella era la única que prestaba atención.

El follaje ralo de afuera atrajo su mirada nuevamente hacia el ventanal.

El viento hacía bailar a unas cuantas prendas colgadas al sol de un hogar por ahí cercano. También esparcía el polvo levantado por el continúo pasar de vehículos sobre la roja tierra.

Cerca del portón de la institución educativa vio a un par de niños, algo agitados de tanto correr; estos cruzaron al otro lado de la calle, casi llegando a una antigua gran casa. Esa casona, de quebrado tinte rosa, de paredes arañadas por grietas, con destrozados pisos de acacia y el techo inundando de hojas de lapacho, la misma que hacía años quedó deshabitada la hizo vagamente sonreír.
Un tierno recuerdo brotó en su ser.

Solía pensar que su hermana se veía muy seria como para comportarse de la forma en que lo hace, quién lo creería. Por entonces era una niña, era pasable.
Siempre fue muy prudente —demasiado—; asimismo siempre terminaba enredándose en difíciles situaciones, como aquella vez...

Por algún motivo, aún desconocido, Mariela había "inventando" un nuevo método de diversión: lanzar sus zapatillas lo más alto que pueda. Y con los pies.

En los días que esto gozaba todavía de entusiasmo y diversión, sus primos los visitaron.

—Vayan a jugar al colegio.—Autorizó su padre y qué felices se pusieron.

El colegio siempre tenía las puertas abiertas para cualquiera. Cualquiera. Ir a jugar ahí, en lo amplio del terreno, era todo menos nada. Les encantaba.
Tomaron la pelota del hermano menor y emprendieron rumbo. Quedaba a menos de tres minutos de distancia, a poco de una cuadra. No llegaron a destino o... simplemente no quisieron.
Tadeo y Jesús, hermano y primo respectivamente, ambos de misma edad, alboroteaban a unos cuantos perros de una formidable casa. Les decían:
—¡No les tenemos miedo!
—¿Por qué se molestan en querer asustarnos?
¡Pekañy ko'agui!¹
Sigapy²...—Y silvaban entre burlas.
Los canes, como entendiéndolo todo, gruñían y ladraban con más fuerza. Pero, a pesar de ello, no prentendían atacar. Eran los miedosos, pues podían verse bravos, sin embargo, sea quien sea, si alguien o les hablaba alto o golpeaba fuerte el suelo y los susodichos ya andaban con el rabo entre las patas.
—Basta... ya...—Temblorosamente habló Mariela, que, siendo la mayor del grupo, se mostraba vulnerable. A pesar de esto, con alegría y picardía los chicos propusieron: Rodear la casona y curiosear qué es de la misma. Los jaguakuera³ no serían problema, esto lo aseguraron sin dudar. La propuesta, más que tentadora, era realmente deseable tanto para Mariela como para Lucero, conjuntamente con Ana (la prima) la cual se mostraba muy interesada en la pronta "expedición". Al cabo de un corto minuto aceptaron.

El rescate de las zapatillas  [En edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora