I: Gignesthai

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“ɢɪɢɴᴇꜱᴛʜᴀɪ”: ɴᴀᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏ

ʙɪᴛᴀᴄᴏʀᴀ

(xx-xx- 375 a.C)

« La majestuosidad de los cuernos de aquel ciervo tapaban el sol en un eterno eclipse salvaje. Me separé de mis congéneres cazando, y mirando la inmensidad del animal, perdido yo en el bosque ignorante de cualquier deseo ajeno, con las palmas llenas de escarcha mañanera, mis ojos cruzaron camino con los suyos.

Tan herbívoro y tan violento a partes iguales.

Encalló su pata en el suelo, arrancando las briznas de hierba como soldados que murieron sin más motivo que el de fallecer engullidos o arrancados por el cuerpo del astado.

Veía mi vista nublarse tras la nubecilla que salía de mi boca jadeante, reflejando la misma aquella luz solar que poco a poco nacía, como los deseos de aquel animal por hacerme trizas con sus cuernos.

Me imaginé mis huesos y mi carne crujir bajo él. Mis gritos, mis gruñidos, y el hocico animal henchido de mi propia sangre, disfrutando de su sabor aunque no pudiera digerirlo.

El espasmo violento del animal me hizo cerrar los ojos, pensando que, por fin, moriría por el mismo. Sólo para que mis oídos captasen el ruido de algo rompiendo el viento, y después un líquido ardiendo salpicó mi rostro frío.

Vi al animal retorcerse en el suelo, soltando humo desde su herida debido al calor contrastando con la baja temperatura, como si ardiera por dentro; con una flecha clavada en su cuello, regando el suelo con su sangre. Y tras el, un hombre. Rudo, armado con un arco, rubio, y vestido con una tosca armadura. Vi su mano poco después frente a mis ojos, y su cuerpo cubriendo el sol, siendo ahora él, el eclipse del lugar.

Y mientras yo estaba disfrutando de ser salvado por un bárbaro, lejos, en Roma, el emperador, mi tío Valentiniano, había muerto.

Aquel vasto hombre se hacía llamar "Hannibal”.
Pero eso, no lo descubriría hasta después de un tiempo. »

Sin saberlo, era ese nombre el que le perseguiría por cientos de años hasta la actualidad; pero, ahora no estamos en la actualidad, sino antes de que El Crucificado naciera.

Hannibal había aferrado su mano a la delicada de William. Ambas distintas, la del primero mencionado, morena, llena de cortes y cicatrices, y con las palmas ásperas; las de Will todo lo contrario: pálidas, suaves por no haber trabajado nunca al ser de familia noble. Los ojos del asesino del ciervo observaron al ajeno disfrutando de sus jadeos en silencio.

Su mano contraria se alzó, limpiando las perlas sangrientas de las mejillas del romano, que lo miraba agradecido y dudoso. Con miedo.

– Gracias – pronunció el de cabello rizado, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos sin saber si ese bárbaro lo entendería.

– De nada – contestó sorpresivamente para William, y se separó para perderse en la maleza de donde había venido, dejando el cuerpo del ciervo inerte frente al hombre que estuvo a punto de morir por el.

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A pesar de su pérdida, nada era tan importante ahora como el bárbaro que lo había salvado y que hablaba su idioma, o eso creía. William no podía dejar de pensarlo, ni siquiera cuando los ojos de su emperador estuvieron cubiertos por las monedas plateadas para pagar a Caronte.

Analizando en sus recuerdos su armadura, podía deducir que era un hombre de Moravia. Mismos que habían asesinado a su tío, y que ahora oía mil voces clamando venganza por ende. Pero más que venganza, William quería encontrar a su salvador una vez más. Y devolverle la flecha.
Esos ojos a contraluz que lo miraron, la figura oscura, la aspereza de sus manos, habían quedado grabadas a fuego en su memoria. Respiró con fuerza, alzándose de su asiento y yendo al exterior, bajo la mirada de los hombres que estaban despedazados por la ida del emperador.

Y así lo tomaron con Will.

Sus manos se fruncieron en la madera de la puerta al llegar a su cuarto, mirando aquel objeto punzante tan frágil como la vida del corzo que mató.

Alguna vez un oráculo le había dicho que conocería al “que sería su maldición y su libertad a partes iguales, cuando un eclipse se frunciera en el cielo y le saludase con sus cuernos”. Y ahora creía comprender el significado de aquellas palabras. De aquel hambre por verlo, de sus jadeos y sus deseos. Hannibal era su demonio.

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Y eso, era todo lo que podía recordar de aquel lúcido sueño.

Ananké | A Hannigram Tale. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora