II: Aleteia

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ᴀʟᴇᴛᴇɪᴀ”: ʀᴇᴠᴇʟᴀᴄɪóɴᴇxᴛʀᴀᴄᴄɪóɴ ᴅᴇ ᴀʟɢᴏ ᴏʟᴠɪᴅᴀᴅᴏ.

Aquel bárbaro de carácter impío se había vuelto la perdición de Will que gozaba de tantas doncellas como él quisiera, pero ni siquiera le interesaban. Su tío, en una carta le había dejado ahora con toda la herencia que Roma suponía.

Suspiró un poco, y sin más, escapó de aquel lugar sin querer saber nada de lo que le esperaba. Queriendo reencontrarse con el arquero.

. . .

Por su parte el Will del presente, tenía una consulta a la que ir. Sus pies carentes de ligereza y su migraña le hacían fruncir el ceño. No había dormido nada bien.

Esos sueños se repetían en su noche, él, con Hannibal, con el ciervo, con Roma.

Las consultas con el hombre.
Su jaqueca.
Los ruidos, las luces, las personas...
le hacían sentirse incómodo.

Entró, como siempre hablando de todo y nada. De eso se componía Hannibal, de un todo, y la nada.
Sus manos estaban inquietas sobre su regazo.

– He empezado a tener sueños, con usted, señor Lecter.

– ¿Sueños en Roma?

Enmudeció al oírlo. Hannibal observó el rostro sorprendido de su paciente, después asintió.

– Yo también.

Entonces, aquellas ganas infundadas para encontrarse con el arquero, eran las ganas que tenía de ver a Hannibal. Lo miró sintiéndose desnudo; aquellos sueños, que ambos creían que era pura casualidad, se habían convertido en algo más.
Las vidas de ambos convergían en un soliloquio haciendo ruido sordo con todo lo demás. Las manos de William temblaron. Los ojos de Lecter se dirigieron sin expresión hacia la ventana.

Y dio por terminada la sesión.

Ninguno de los dos sabía lo que eso significaba. Por mucho que quisiera alcanzarlo, para Hannibal, el de cabellos ensortijados era como Apolo, mientras que él, un simple mortal, saltaba al cielo para besarle los pies y le lloraba cuando el sol desaparecía en el ocaso.

William se desmayó en plena clase debido a su encefalitis. Fue una alumna quien llamó a alguien, y el que apareció entre la borrosidad de sus pupilas como un cuadro censurado, fue el psiquiatra.

. . .

Un claro, en el que William estaba recostado contra unas flores rojas. Se incorporó con pétalos enredados entre sus enmarañados rizos, sin darse cuenta de que los tenía.

Una mano más tosca que las de él, más masculina, pero mucho más delicada, comenzó a retirar los pétalos con cierto esmero y cariño, mientras los celestes iris se encontraron de nuevo con la figura del arquero.

– Hannibal – susurró su nombre, aunque el otro ni siquiera se lo había dicho. Sonrió.

Will sintió muerte ante esa sonrisa, la suya, pero metafórica. Hannibal era tan hermoso, tan volátil que parecía que iba a desvanecerse si apartaba la vista de él. Las manos del arquero se posaron lento en el rostro del nuevo emperador de Roma, girando cual escultor su cabeza, admirando cada signo de belleza del romano.

El bárbaro no se atrevió a tocar más. Pero una mano, como salida del inframundo, aferró los dedos a la muñeca del mismo. Pálidos, comparados con su piel morena tallada por el sol, y observó cuidadoso la mano de Will; sus sombras entre falanges y nudillos. Su tersa piel lisa, suave. William lo miró, siendo lentamente atrapado por el cuerpo contrario, mientras él volvía a recostarse en la fresca hierba.

El arquero lo analizó, pasando sus dedos lentamente por el rostro contrario. No sabía su idioma, Will lo había deducido porque de saber hablar, ya le habría dicho mucho. Aunque ya decía mucho sin palabras.

Los labios del bárbaro se acercaron dejando un cuidadoso y sutil beso en los de William. Apenas un roce. Antes de arrebatarle el último pétalo rojo que se había quedado en sus rizos.

Poco después, Will despertó.

. . .

De nuevo sus ojos se abrieron, pero más pesados. Casi podía sentir ojeras bajo ellos, y una sequedad en su garganta y en los mismos. Estaba en el sofá de la consulta de Lecter, tumbado con la chaqueta de su traje sobre él. Sabía que era suya porque, además de llevar su impregnada elegancia, tenía su aroma contra la tela.

– Ha despertado – Hannibal lo miró, arrodillándose para tocar su frente. Will tembló ante el roce.

– ¿Qué ha sucedido? – murmuró, casi asustado.

– Se desmayó. No se preocupe, pude actuar en consecuencia.

Los iris de Hannibal se movían sobre el rostro, buscando heridas que se le hubieran pasado de largo. El tacto se le hizo tan similar al del bárbaro que una lágrima corrió por su mejilla. De nostalgia.

El índice del psiquiatra pasó lento por la piel para recoger la humedad. Sus miradas chocaron y William derramó otra lágrima. Esa vez, una de las palmas contrarias se apoyó sobre su rostro, limpiando la línea plateada con su pulgar. Así como el bárbaro, Hannibal también se sentía que no tenía derecho a tocar.

Pero mucho antes de que pudiera apartarse, la acción del sueño se repitió: Will había clavado sus dedos en un certero agarre.

– No se aparte.

Lejos del bárbaro, él sí podía entender su idioma. Su entrecejo pareció bajar en una calma leve. Movió lento sus dedos, enterrándolos en sus bucles castaños, y recibió una expresión tan calmada que sólo pudo admirarla. El detective cerró los ojos, dejando caer más pizcas de lluvia sobre la piel de sus pómulos, sollozando suave.

– ¿Está bien, agente?

No recibió respuesta. Sólo el agarre de la mano que aún no lo sostenía, y que lo doblegó para que el cuerpo contrario pudiera abrazarlo.

– No se vaya.

También lo abrazó. Recorrió su espalda haciendo un camino lento, y se le escapó dejar un beso en su mejilla, que William pareció recibir gustoso. Se quedó en esa postura lo que pareció una eternidad. Hasta que su cadera se resintió por la incomodidad curvada de su médula.

Cuando se separaron, Hannibal observó el rostro cansado de William. El mismo alzó sus óculos, admirando los del psiquiatra, quien frunció el ceño, retirando sutil un pétalo rojo del cabello del castaño.

Juraría que antes no estaba ahí.

Ananké | A Hannigram Tale. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora