Reencarnación

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En casa convivimos dos personas que tienen pensamientos diferentes con respecto a la religión. Yo soy ateo y mi mujer, Sabrina, católica. Esto ha sido así desde siempre y hemos aprendido con los años a tolerarnos y a cohabitar con esa diferencia. Con la llegada de los hijos, llegaron nuevos desafíos. Tuvimos que negociar y definir si irían a colegios católicos o laicos, si serían bautizados, si tomarían la comunión, etc.

Después de largas charlas durante el primer embarazo, acordamos lo siguiente: nuestros hijos serían bautizados, pero no recibirían educación católica; si más adelante quisieran asistir a la iglesia por voluntad propia, lo podrían hacer sin impedimentos.

Este acuerdo que nos pareció tan razonable a nosotros, empezó a entrar en tensión con las inquietudes crecientes de Bauti, nuestro hijo mayor que ya está por cumplir los 8 años de edad. Hasta ahora habíamos podido trasmitirle con relativa solvencia que sus padres tienen miradas diferentes con respecto a la creación del mundo, de los dioses y del cielo; pero hace poco tiempo falleció su bisabuelo y volvió a arremeter con las preguntas cruzadas.

- Mamá, ¿el Rolo se fue al cielo? – preguntó en una sobremesa, así de la nada.

- Sí mi amor, el Rolo nos está mirando desde el cielo - le contestó ella.

- ¿Y no va a reencarnar en otra persona, papá? – me interrogó a mí.

- Mirá Bauti, yo no creo en eso de la reencarnación – le contesté, dejándolo notablemente desconforme con la respuesta.

No les voy a mentir, a mí me gusta aclarar las cosas, sobre todo conmigo mismo. Entonces desde esa noche que estoy pensando tozudamente en eso de la reencarnación. Para ser sincero, no es cierto que yo no crea en la reencarnación. En lo que no creo es que un alma de un difunto se reencarne en otro cuerpo, pero tampoco creo que cuando uno se muere desaparece completamente de este mundo para siempre.

Les pongo un ejemplo para explicarlo mejor. El fin de semana pasado fuimos a comer a la casa de su (recientemente viuda) bisabuela y el Rolo estuvo presente todo el tiempo, pero no como un ánima en pena, sino en las anécdotas, en las fotos familiares que adornan el comedor y también en los ojos de su único varón. Por eso quiero ir un poco más allá.

Estoy convencido de que cada uno de nosotros lleva consigo pequeñas herencias de sus antepasados, a veces sin siquiera saberlo. Son algo más que simples recuerdos, aunque sin dudas nos es más fácil reconocer esos rastros cuando hemos presenciados los originales, como es el caso de las manos de mi madre.

Cuando veo las manos de mi mamá, veo también las manos de mi abuela Dora, pero no solo en la forma de sus dedos. También en la suavidad de su piel y en su dulzura para acariciar a mi hijita, su nueva nieta.

Quiero decir que yo sí creo en la reencarnación, pero no en el concepto tradicional de la reencarnación. A la inmortalidad hay que saber ganársela. Creo en la continuidad de la vida a través de los seres que hemos logrado transformar con nuestra existencia, aquellos a los que hemos precedido y conseguido dejarles alguna marca imborrable.

Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, lo estoy viendo a Bauti, vistiendo una camiseta de Rosario Central, amasar unos fideos junto a su madre. Seguramente están haciendo alguna receta de la Nona, una de las abuelas de Sabrina a la que Bauti jamás conoció. Él está feliz, se ríe mientras desparrama la harina en la mesada y se le dibujan dos hoyuelos en los cachetes, regalo de algún tatarabuelo español, al tiempo en que se afinan sus ojos rasgados, legados de algún antepasado autóctono que seguramente habitó las tolderías de nuestra pampa salvaje.

Entonces... ¿Quién soy yo para decirle que no existe la reencarnación si hasta en él mismo conviven tantas personas que nos antecedieron? Dentro de su singularidad, él es también la extensión de sus rasgos, de sus costumbres y de un amor tan intenso, que se trasmite incansablemente de generación en generación.

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