Cuatro años después de que se lanzó La sociedad de la nieve, he aprendido cosas nuevas y otras sospechas que tenia desde 1972, las he confirmado. Como conozco a todos los sobrevivientes y a la mayoría de los que murieron en la montaña -fui compañero de colegio y de rugby y amigo desde entonces-, siempre creí que está era una historia que había quedado inconclusa. Que en algún momento debía trasladarse del "qué pasó", narrando en el libro Viven! inmediatamente después del accidente, al "qué nos pasó".
Pero para dar ese salto se requería que transcurriera mucho tiempo, a efectos de que la anécdota no opacara la historia, y para que pudieran participar los dieciséis protagonistas y únicos testigos hablando en primera persona. Esto les daría la oportunidad de contar cómo umbral grupo de jovencitos tuvo que reinventar el mundo, porque el otro, tal como lo conocemos, estaba equivocado. Y cómo recrearon un mundo donde frente a la adversidad extrema, a casi cuatro mil metros de altura y con treinta grados bajo cero, perdidos, olvidados, acorralados, no surge la jauría humana ni la caverna en tinieblas, sino que crece y se consolida una sociedad pautada por la honestidad, la integridad, la compasión y la justicia. No rige el " sálvese quien pueda", sino que por el contrario, el herido es el que goza de los mayores privilegios; surge una sociedad donde la vida y la muerte no son estados antagónicos sino que se rozan, lo que les permite posicionarse ante el destino de otra manera, sin enfrentarlo, sino aceptándolo para mejorarlo, donde el pacto de entrega mutua de la necrofagia es su mejor expresión; crece una sociedad donde lo posible y lo imposible son términos relativos, porque la frontera entre ambos es una profecía que tiende a autocumplirse, porque siempre pueden correr el listón un poco más allá. En esa situación insostenible, la ambición es la máxima, y al mismo tiempo la más humilde: volver a casa. Las expectativas son medianas, se lucha sin saber el resultado, y las necesidades son mínimas: viven en lo inorgánico, sin pertrechos, pero aprenden que todos se necesitan mutuamente, los heridos precisan de los sanos, éstos de los heridos para que les den contención, los vivos precisan de los muertos y los muertos de los vivos para que traigan un poco de paz a sus familias. Aprenden que se puede vivir sin nada, en el lugar mas inhóspito de la Tierra, pero no pueden vivir sin amigos como no pueden vivir sin esperanzas. Todo lo cual arroja un resultado esperanzador, que nos reconcilia con la vida. Las profesías apocalípticas de la bestia humana que asoma ante el caos no se cumplen en los Andes. Sigue siendo, siempre, una historia donde falla todas las predicciones.
La peripecia de los cuarenta y cinco pasajeros, que son veintinueve tras el accidente y dieciséis al final, baja las defensas de la emoción y ese anfiteatro gigantesco y surrealista de la montaña, en el que todo se desmesura, ambienta un juego de espejos donde el lector puede identificarse con uno o con otro, de los vivos o de los muertos, con un gesto, una actitud, un símbolo, reconstruyendo su propio personaje.
El Valle de las Lágrimas, el lugar donde cayo el avión, la afanosa preparación en la que todos participaron y la travesía por los Andes en búsqueda de reconstruir el vínculo con la sociedad del llano, que se había cortado setenta y dos días antes, componen un enigma en permanente ocultamiento y revelación. Ante la fatuidad que adormece los sentidos, está historia es un antídoto.
La sociedad de la nieve creada por este grupo de jóvenes invita a todos los que se aproximan a ella a embarcar en el avión Fairchild 571 del accidente, en un vuelo a ciegas, sin destino prefijado, donde una escala pasará por el infierno, pero a todos los llevará a una cordillera diferente, que siempre será mejor que la que tenían.
Doy gracias por este libro a los dieciséis sobrevivientes, con muchos de los cuales compartí la niñez y la juventud, por permitirme compartir, también, su madurez.
Pero fundamentalmente doy gracias a los veintinueve que perdieron la vida tan jóvenes, entre los que estaban mis amigos de la vida, compañeros de generación. Y de deportes del colegio Stella Maris-Christian Brothers.
Por los azares del destino no volé en ese avión, pero ese viaje me marcó para siempre e hizo que emprendiera mi propia travesía con un rumbo diferente, donde ustedes nunca estuvieron ausentesPABLO VIERCI
OCTUBRE DE 2012