Subir hasta el glaciar en el Valle de las Lágrimas en marzo de 2006, donde está sepultado el fuselaje del F571 que se cayó en 1972 en la falda de las sierras de San Hilario, entre los volcanes Tinguiririca y Sosneado, es una experiencia temeraria.
Requiere un largo recorrido, con un ascenso lento de dos días a caballo por senderos improvisados por cabras o caballos, de menos de medio metro de ancho, con el precipicio al costado, en una cordillera que cambia de continuo los paisajes y las alturas, pero donde siempre está el vértigo del riesgo inminente. Se avanza lentamente, paso a paso, ya sea en la montaña o cuando se atraviesan los torrentes de agua impetuosa y helada que bajan de la cordillera y arrastran todo a su paso. Incluso parecen querer llevarse a los caballos y a las mulas, que se tambalean pero no caen, afirmando los cascos entre cantos rodados del fondo antes de dar el paso siguiente. Algunos jinetes avanzan con los ojos vendados para evitar el susto confiando en el instinto de los animales.
Cada tanto surge una imagen o un imprevisto que estremece.
Tormentas de viento y nieve irrumpen súbitamente. Una mula se desbarranca varios metros, pataleando en una polvareda que no permite observar el desenlace, hasta que logra afirmar los cascos en una saliente de la pendiente, con el jinete encogido y aferrado a las crines. Un caballo tropieza, apoya una rodilla en el sendero y queda con las patas traseras haciendo equilibrio en el aire, sobre el precipicio. Una mula de carga se asusta con la ventolera y se desboca entre las rocas, galopando montaña abajo y arrojando los bultos por el camino, mientras un baqueano la persigue a lo galope tendido. Los códigos están cambiando; el vértigo se asimila al paisaje. El grupo está llegando a la prehistoria.
Cuando dos días después se arriba al Valle de las Lágrimas, a casi cuatro mil metros de altura, en el centro mismo de la cordillera de los Andes, en la frontera entre Chile y Argentina, el panorama era grandioso y aterrador. Parece un anfiteatro monumental: al centro, sobre un promontorio de rocas, hay una cruz de hierro, donde están enterrados los restos de los muertos del accidente. Al sur se divida una interminable sucesión de montañas y picos que llegan hasta el Cabo de Hornos, al final del continente. Al norte, con un paisaje similar, se extiende hasta Panamá, desplegando sus 7240 kilómetros de extensión y conformando un macizo montañoso más largo que Himalaya; al oeste la vista se estrella contra una pared de rocas y hielo de 5180 metros de altura, las sierras de San Hilario, tan impotente que impide siquiera imaginarse el horizonte. Hacia atrás, al este, se regresa a la Argentina, por donde llegó el grupo a caballo. Los interminables picos nevados terminan, en la lejanía neblinosa del este, en el más alto de todos: el volcán Sosneado, de seis mil metros de altura. En medio de ese paisaje de fin del mundo, reina un silencio inorgánico, sacudido de cuando en cuando por la violencia del viento y el crujido del glaciar.
Es necesario abandonar los caballos, que deben bajar mil metros antes de que el sol se esconda entre las montañas para no morir congelados. Luego el grupo debe caminar otros ochocientos metros al oeste de la cruz de hierro hasta el lugar exacto donde está enterrado el fuselaje del Fairchild, en medio del glaciar. Falta el oxígeno, cada paso exige un esfuerzo superior al anterior. Náuseas, confusión y jaqueca, el mal de altura comienza a insinuarse entre los menos habituados a la alta montaña.
En el grupo vienen cuatro sobrevivientes del accidente de 1972: Roberto Canessa, Gustavo Zerbino, Adolfo Strauch y Ramón "Moncho" Sabella. Además los acompaña Juan Pedro Nicola, cuyos padres fallecieron en el accidente. Como todos en el grupo, viene con su hijo, para que conozca la tumba donde descansan los restos de los abuelos y de los otros que nunca regresaron. El hijo observa a su padre que está absorto, con la vista perdida en las cinco agujas de piedra donde se estrelló el avión.