Prólogo.

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Flavio cerró la libreta sintiendo que no debería haber conocido esa parte de Samantha sin que ella se lo mostrara.

Habían sido tan contadas las ocasiones en las que de ella había salido la energía de abrir esas palabras y compartirlas con él, que podía contarlas con los dedos de una mano y, sin embargo, la valenciana no paraba nunca de escribir: en la espera de un vuelo, en horas infinitas bajo el sol, en la cama, apoyándose en sus propias piernas cuando él trataba de conciliar el sueño a su lado. Sabía que escribir no era una vía de escape, no había intenciones de éxito detrás de tanta tinta en noches de insomnio. Escribía para no volverse loca. No había escrito más estando con él, pero tampoco menos. Y Flavio sabía que ni las lágrimas que había visto en ocasiones en su rostro ni la sonrisa que ganaba el noventa por ciento del tiempo, eran gracias a él.

Cerró esa libreta y sintió que una verdad tan pura no podía leerse a escondidas, no. Se merecía mucho más, aunque Samantha no quisiera. Pero si sintió algo, sobre todas las cosas, fue miedo. Que ni las lágrimas ni las risas eran suyas, pero tampoco lo era ella, y darse cuenta ese día, sentado junto a esa maleta a punto de cerrarse por última vez, le puso contra un precipicio que llevaba esquivando toda su vida. El precipicio de la toma de decisiones que no satisfarían a ninguno de los dos.

"Si me lo pidiera, lo haría...", había escrito su rubia en esas páginas.

Abrió de nuevo el que a modo de diario era el confesor personal de Samantha. Releyó las letras en bolígrafo azul que no sabía cuándo había escrito pero que eran las últimas. Después de eso, no había nada y tenía miedo de que, después de eso, todo lo demás sí fuera culpa suya. Y el miedo empezó a hacerse abrumador, ruidoso, molesto. Se expandió por su cabeza como el humo de un cigarrillo en un coche con las ventanillas cerradas, intoxicándolo por dentro. Pero el miedo para él nunca había sido un motor, al contrario que para ella. Ella, y esto Flavio lo había aprendido muy temprano, era un nudo de nervios y casi nunca la orden pasaba por el cerebro antes de convertirse en acción. Samantha sentía miedo y se tiraba de cabeza contra él, pero a él le paralizaba, le dejaba hierático, observante, calculando... y calculando se le marchitaba el tiempo.

Guardó la libreta de donde la había robado, bajo la guía de Grecia que Samantha había dejado de leer al encontrar en él al mejor guía posible. Cerró la maleta y se esforzó en no ordenar el desastre que reinaba en ese rinconcito de la vida de la valenciana para que no supiera que había hurgado en él. No había conseguido ordenar nada en ella, y ahí estaba el miedo. Sin él haberlo hecho, ella se sentía curada.

"... no quiero volver a dar tanto de mí. No quiero volver al vacío de unos ojos verdes que siempre pidieron más de lo que entregaron. Ya no le escribo al verde. Ni al marrón. Ahora me escribo a mí".

La puerta del baño se abrió y Flavio elevó la mirada de sus manos. Samantha no notó ningún cambio en su maleta, ni en su mirada, ni se dio cuenta de que el chico entrelazaba sus manos en su regazo como si así quisiera retener a su propia lengua para no pedírselo, para no pedirle lo que ella estaba deseando que le pidiera, porque no podía.

Los problemas de Samantha no habían empezado con él y él no había sido nunca el responsable de solucionarlos ni lo quería ser ahora. Pedírselo era como darle el escondite definitivo que ella no necesitaba, aunque dijera lo contrario. La miraba, de pie junto a él, terminando de guardar cosas en su mochila, con el pelo rubio y corto mojado por la última ducha que iba a darse en su casa, y veía en ella lo que vio en Grecia para querer quedarse hacía cinco años. Quería quedarse a vivir para siempre en Samantha, en su pecho cálido, en su mente creativa, en su alma abierta y divertida y bondadosa y carismática. Ella era su Grecia de ojos claros, de risas explosivas, de amores sanos, de aprendizaje constante. Y tenía que dejarla crecer y vivir. Porque, aunque la quisiera tanto como amaba a Grecia, nadie puede tener dos amores al mismo tiempo.

- Creo que no me dejo nada – dijo ella.

Colocó las manos en sus caderas y los brazos en jarras mirando la habitación. Flavio no vio nostalgia en sus ojos, ni una chispa de emoción. No había un brillo especial en ellos, nada que indicara que estaba a punto de romperse delante de él. Sólo un hondo suspiro. Se colocó la mochila a la espalda cuando él hizo el amago de cogérsela para llevarla al coche, e hizo lo mismo con la maleta.

- Yo puedo, no te preocupes.

- Pesa mucho – respondió él, porque sentirse tan inútil era algo que le estaba asfixiando.

- ¿Has cogido las llaves del coche?

No esperó a escuchar una respuesta. Salió del dormitorio cargando con sus pertenencias y puso rumbo a la calle.

Llegaron al aeropuerto y Samantha facturó su maleta, y entregó su DNI y recogió su tarjeta de embarque y Flavio la acompañó a las pantallas en las que se anunciaba que su vuelo despegaba en una hora y media y que las puertas de embarque se abrían en quince minutos y por alguna razón sintió incluso vergüenza de tocarla, como si volvieran a ser los mismos desconocidos que se habían encontrado en ese mismo aeropuerto en circunstancias bien distintas ajenos a todo lo que les depararía ese último verano. Su último verano.

"Si me lo pidiera, lo haría".

- Voy a ir poniéndome a la cola... Hay bastante gente – dijo ella, señalando el control de metales en el que sólo había dos arcos. – No sé cómo despedirme de ti.

- Avísame cuando llegues a Barcelona, por favor.

- Ya.

Asintió con la cabeza y tampoco ella supo cómo tocarlo o mirarlo. Cabía otra persona entre los dos cuando ni una ráfaga de aire se habría colado entre sus cuerpos en tantas ocasiones que podían temblarle las piernas de nuevo de sólo recordarlo. Lo miró, en medio de un mar de dudas, y encontró en sus ojos marrones todos los Flavios de los que se había enamorado: el que amaba Grecia, el que la escuchaba hablar de su vida en noches de mar y lluvia, el Flavio que tiraba de su mano para que escalara a lo más alto con él, el que la besaba, el Flavio junto al que había redescubierto el placer y el deseo, el que le había enseñado sin quererlo cómo tenía que ser un amor sano. Y, sin embargo, el que quedaba frente a ella, era el primero de todos, el que le habló de que su amor por Grecia era tan grande que ya le había roto el corazón a alguien antes que a ella.

"Si me lo pidiera...".

- Sigue escribiendo, Sam – le dijo, casi a modo de premonición.

Ella volvió a asentir y quiso rodearle con sus brazos y besarle y que esa despedida fuera un "hasta pronto" en lugar de tantos signos de interrogación. Le mostró una sonrisa que estaba muy lejos de sentir y miró la cola que seguía avanzando y pensó que, cuando cruzara ese arco, ya no habría vuelta atrás.

"Si me lo pidiera...

... me quedaría".

Pero no lo hizo. 

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Estoy aquí otra vez.

Antes de que me lo digáis: en esta historia NO VA A MORIR NADIE. Lo juro, y lo juro de verdad, no como lo juraría Samantha. No va a morir nadie, TAMPOCO VA A HABER BEBÉS y va a tener un poquito de drama, como ya podéis imaginar leyendo el prólogo.

Va a ser fundamentalmente una historia sencilla, intentaré que divertida y tierna, pero realista.

Espero que este pequeño prólogo os haya gustado y os haya despertado alguna teoría. Estaré encantada de leeros en comentarios.

Y a todas las que estáis aquí, gracias por seguir leyéndome. Me dais la vida.

¡Sed felices! 

La Luz de Grecia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora