Capítulo 10. Marto

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Ayala estaba pálida.

—¿Cómo que a quemarles los pollos? —acertó a decir.

Cabracho no contestó. Se limitó a mirarme con una mano imaginaria tendida hacia mí.

—Marto, ¿vienes?

Incliné la cabeza con mis ojos clavados en los suyos, pensativa.

Le observé de arriba abajo. Iba vestido con su típico chándal de dos colores; el que lleva la gente cuando le viene a arrestar la policía.

Las posibles consecuencias que tendrían aquellos actos nublaron mi mente como un enjambre. Qué compleja se me hizo la vida de repente.

Cuando era pequeña pensaba que, si era buena persona y me portaba bien con los demás, no me moriría jamás.

Intentaba no pisar los hormigueros; dar dos besos a esas horribles señoras mayores que visten de Amichi y Punto Roma; hacer la Comunión con una diadema, como una niña de bien. Intentaba no beberme los culines de sidra que encontraba por casa, aunque me hicieran tremenda gracia las chispas de estrella explotándome en la nariz.

Hasta que un día me di cuenta de que me iba a morir igual. Tenía siete años. Creo que mi vida se torció para siempre a partir de ese momento. Quiero decir... A todo el mundo le llega un día en la tierna infancia en el que se dan cuenta de que se van a morir. ¿Cómo la gente sigue bien de la cabeza sabiendo eso?

Recuerdo la primera vez que fui al psicólogo, la persona que supuestamente me iba a guiar por el campo de batalla de la existencia. Me bastaron veinte minutos para pensar «vaya zumbao», coger mis cosas y no volver a esa consulta jamás. El mundo es un pitorreo. Tardé dos años más en encontrar a una psicóloga que no me pareciera un puto cuadro a las órdenes de Paula Echevarría.

Es decir, ¿por qué la gente gilipollas es feliz? ¿Porque yo no lo soy? ¿En qué piensa la gente que no piensa en lo que yo pienso?

Cabracho esperaba una respuesta, parado en el bordillo. Detrás de su piel casi translúcida, podía imaginar sus venas contaminadas de cerveza, el cerebro empujándole hacia la aventura detrás de aquellos ojos de lagartijo.

Incliné la cabeza hacia el otro lado.

Yo creo que esa fascinación terrorífica por la muerte es algo que he arrastrado a lo largo de toda mi vida.

Siempre he tenido muchas razones para querer morirme. Cuando cruzaba el puente encima de una autopista, me agarraba muy fuerte a la mano de mi madre para asomarme por la barandilla. Y si me tiro, qué. Y si mi cuerpo es un saco de carne que acaba desperdigado por el asfalto, qué. Para eso están los puentes, para que la gente se plantee qué pasa si un día te tiras por uno. Luego crecí y ya cruzaba el puente sin mi madre, así que las preguntas se hacían todavía más atractivas.

«Me quiero morir. Soy gorda, soy la amiga fea que te presenta a sus amigas en las discotecas. Nunca viviré un romance como los de Sandra Bullock; debería ser ilegal que me expongan a situaciones preciosas por las que jamás voy a pasar». Tenía dieciséis años.

«Tírate. Tírate ahora mismo, gilipollas. No te hagas a víctima. ¿No te querías morir? ¿No ibas tú con la verdad por delante?»

Y me agarraba muy fuerte a la barandilla, hasta que se me ponían blancos los nudillos. Y tenía la mitad del cuerpo fuera, pero la otra mitad la tenía muy adentro. ¡Meca ho, que si la tenía adentro!

«Será que no quieres morirte; será que llevas media hora agarrada a un puente como un gatino mojao. Pues si ya has acabado de perder el tiempo, deja de hacer el circo y vete ahora mismo a la puerta del Salsi».

Castilla y NeónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora