Érase una vez

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Érase una vez una bruja que no podía aceptar el hecho de que era demasiado fea para este mundo. Había leído muchos libros sobre aceptación personal y ese tipo de cosas, pero no le sirvieron de nada porque pronto cayó en cuenta de que eso solo era un simple consuelo para los feos. Así que fue inteligente y se dijo a sí misma que si no podía ser bonita, simplemente debía robarle la belleza a alguien más. O bien podría iniciar un hashtag en Twitter tipo #Todossomoshermosos; a algunas personas eso también les funcionaba.

La bruja finalmente decidió robar los cuerpos de mujeres que habían sido bendecidas con tetas grandes y hermosos rostros. Para ello tuvo que abandonar la magia blanca y adentrarse en los oscuros y misteriosos senderos de la magia negra. Años de ensayo y error resultaron en éxito: se adueñó de un cuerpo ajeno y se volvió tan bella como cualquier doncella. Y eso la puso infinitamente contenta.

El problema llegó cuando una vez despertó perfecta —porque las mujeres bellas no despiertan con ojeras ni mucho menos con lagañas—, y se percató de un olor pútrido que venía de algún lado. Ella frunció sus elegantes cejas y buscó y buscó, hasta que por fin tuvo la suficiente autoconciencia para reconocer que aquel fétido olor, tan nauseabundo y desagradable, provenía de ella. La bruja no podía creerlo. ¡¿En serio las mujeres bellas podían oler mal?! ¡No! ¡Era imposible!

Arrojó cosas al suelo, pataleó y lloró a moco tendido, resignada a que nunca sería perfecta. Cuando estuvo a punto de reconocer que quizá esos libros de aceptación personal tenían razón, se dio cuenta de que el problema era ella. La magia negra tenía un costo muy alto: el cuerpo de una bruja que la practicaba se pudría con rapidez. Con tanta rapidez que la belleza que había conseguido con gran esfuerzo no le duraría por mucho tiempo.

Desesperada, la bruja decidió sacrificar el alma de otra bella mujer y se apoderó de otro cuerpo esbelto y sensual, pero pasó lo mismo.

Y otra vez, y otra vez...

¿Es que Dios estaba empecinado en quererla fea, que todos los nuevos cuerpos se pudrían por más encantamientos que les echara?

«¡No!», se dijo la bruja. Y así continuó durante otros cinco siglos.

Pero pronto llegó el día en que sus continuos cambios de cuerpo habían agotado los genes de las mujeres más bellas. Ahora solo nacían ordinarias, para nada del gusto de la bruja.

Nuevamente su cuerpo comenzó a pudrirse, por lo que ya no le quedó más remedio que utilizar sus propios genes para engendrar a la mujer más hermosa del mundo. Su propia hija, Blancanieves.

La pequeña nació pálida como la nieve, con labios rojos como si se hubiera echado labial, y una melena abundante y negra como el ébano. Luego había crecido tan hermosa que los propios pájaros chiflaban cuando la veían pasar, haciéndola sonrojar. ¡Vaya! Que hasta los animales cometían humanofilia por ella.

Caramba, que incluso yo a veces pensaba que estaba enamorado de ella, pero no les hablaré de mi amor. Eso no es importante ahora.

Blancanieves nació mientras nevaba. La bruja, quien se casó con el rey de un reino próspero y ahora era conocida como la reina Grimhilde, la sostuvo en brazos con ojos que no revelaban nada de amor. Había accedido a engendrar a la hija del rey Magnus solo porque el tipo era bien parecido y ella necesitaba un hombre guapo para sus terribles planes.

El hombre, sin embargo, era un simple peón a los ojos de una bruja tan poderosa como ella, así que una vez lo sedujo y se acostó con él —¡Ja! ¿Quién diría que al rey le gustaba ser sumiso en la cama? No que yo los hubiese espiado, claro—, lo dejó cual pobre diablo, y también le lanzó un hechizo para que no se acercara a Blancanieves. Esa bebé era suya, suya y de sus planes malvados.

Érase una vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora