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Hizo falta que mi mujer quedará embarazada cuatro veces. Fue necesario que su cadera dilatara más de cuarenta centímetros y que fueran expulsadas cuatro placentas y quince kilos de criaturas para que el secreto viera la luz.

Sucedió una noche calurosa de julio en un hospital madrileño. Esperábamos nuestro cuarto vástago y el parto se produjo a las nueve y media de la noche. Sobre las once me permitieron acercarme al nido para darle las buenas noches a mi hija Carlota. Una enfermera la señaló con una sonrisa al verme llegar. Allí estaba, de lado, con un gracioso gorrito blanco cubriéndole la cabeza y un pijamita que le cubría las manos y que servía, según me explicaron, para que no se arañase la cara. Después volví a la habitación y me recosté en el sillón que habían habilitado para acompañantes.

No conseguí agarrar el sueño durante aquella calurosa noche en la que mi mujer dormía agotada en su cama elevada. Una imagen recurrente se había adueñado de mi cabeza: la imagen del rostro del bebé de la cuna situada junto a la de mi hija. Juro por lo más sagrado que no era la primera vez que veía a este canalla. Sí, ya sé que todos los bebés se parecen, pero les juro que no hablo por hablar. A ese viejo bribón lo conocía de algo.

Las sospechas vienen de largo, comenzaron hace dos años con el nacimiento de mi tercer hijo, Gonzalo. La noche del parto, que fue largo y agotador, me fijé en un bebé que no paraba de llorar en la cunita que había junto a la de mi hijo. Recuerdo que me irritaba pensar que, con ese lloro, no le dejaría pegar ojo en toda la noche. Pero al fijarme un poco más en él, descubrí en su rostro algo familiar. No una, sino dos veces había visto esa marca con anterioridad. Su carita morada e hinchada tenía una pequeña mancha en la frente, junto al ojo izquierdo. No cabía ninguna duda, eran la misma personita... el mismo granuja. Al igual que esta noche, aquella otra lucía la misma mancha en el rostro y lloraba con la misma desesperación, como si varios metros cúbicos de gases quisieran reventarle los intestinos.

No quise decir nada en el momento y, aunque estaba seguro de mis sospechas habían dejado de ser conjeturas, preferí asegurarme de que aquello no eran alucinaciones y estaba sucediendo de verdad. Así que volví a la habitación y deje pasar unas horas hasta que los pasillos se silenciaron.

Sobre las tres y media me levanté sin hacer ruido y salí de la habitación. Detrás del mostrador de las enfermeras, en un pequeño cuartito, una de ellas hacía sudokus.

Doblé el pasillo y me encontré con la puerta automática de acceso al nido cerrada. Saqué del bolsillo la tarjeta electrónica que las enfermeras dejaban descuidadamente junto al teléfono del mostrador y la deslicé por la ranura. La puerta se abrió emitiendo un ruido parecido al que emiten las puertas de los autobuses o del metro. Ya no me cupo ninguna duda: un claro murmullo de voces procedía del pasillo izquierdo: ásperas, carrasposas, algunas enfadadas, y otras que chistaban como reclamando silencio. Por el momento, ellos no podían verme, ni yo a ellos.

En cuanto asomé la cabeza al doblar la esquina, un insólito espectáculo se desplegó ante mí: tres o cuatro de los bebés jugaban a las cartas, uno de ellos, con voz de bebedor de orujo y un pitillo en la boca, barajaba e insultaba a sus compañeros de juego. Un grupo de cinco bebés niñas cotorreaban entre ellas; y la que parecía llevar la voz cantante susurraba maldades acerca de la enfermera gorda de la planta cuatro. Todas mis sospechas se confirmaron en ese momento. Siempre han estado ahí. Y siempre son los mismos. En este y en otros hospitales. Los bebés del nido son como la figuración de una película. No sé cuántos son, de dónde han salido, ni lo que cobran por su trabajo, pero están ahí, no crecen nunca, y en realidad parecen bastante profesionales.

  El bebé de la mancha en la cara, apartado del resto, estaba de guardia cuidando de mi hija, incorporado en su cuna, apoyado en una almohadita y leyendo la prensa deportiva. Una vez cerciorado de que mi hija dormía con placidez y estaba en buenas manos me volví a la habitación dispuesto a no contar a nadie lo sucedido.

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