—Val, despierta…
Los ojos grises de Valen se abrieron de forma abrupta y tiró con fiereza del largo cabello de la joven que, acostada junto a él en una mullida hamaca doble, hasta hacía escasos segundos, acariciaba con gesto tierno y preocupado su áspera mandíbula.
Alejandra ahogó un gemido y sus enormes ojos marrones lo miraron desorbitados. Sentía dolor en el cuero cabelludo, pues la mano masculina la retenía por el pelo a pocas pulgadas de su cara.
Una vena latía en la sien de Valen mientras la observaba en silencio. Ella jamás había visto una expresión tan funesta en él. Su miedo era tan palpable… Un miedo real, una amenaza presente, pero sólo para Valen.
Entonces deseó abrazarlo, pero el parecía no reconocerla. Otra vez.
—So-soy yo, Val, Alejandra. Has tenido una pesadilla. Solo eso —tartamudeó ella con un sonido apenas perceptible.
«Una pesadilla», repitió una voz en la embotada mente de un Valen aún ausente.
Sin soltar a su presa, recordó la lluvia, la sangre... A Alejandra muerta en sus brazos. No, ella no. Su pequeña no.
Deseaba regresar al mundo real. Por alguna macabra razón, aún seguía atrapado en la pesadilla y quería despertar.
—Val…
«¿Alejandra? ¿Era ella? ¿El armonioso sonido de su voz?».
Desconcertado, parpadeó y aflojó su agarre. Notaba la humedad quemarle detrás de los párpados, su cuerpo estaba rígido y su corazón latía de forma acelerada.
Pero entonces sintió algo inesperado.
Las pesadillas siempre habían formado parte de su rutina diaria, desde que la memoria le alcanzaba las recordaba. Lo que era inesperado era el consuelo de una dulce caricia y la extraña sensación de sosiego que le proporcionaban. Aquel pequeño y tierno gesto había traspasado la gruesa capa de bruma de su memoria, penetrando como un rayo de sol de verano por la ventana. Sometiendo un fragmento de la oscuridad que habitaba en su interior desde su nacimiento. Una maldición que haría correr a Alejandra de su lado, estaba seguro.
Alejandra.
Su Ale.
Frunciendo el ceño, la examinó. La joven yacía prácticamente echada encima de él, inmóvil, tan pálida como las florecillas que adornaban su sencillo vestido de novia. Con una expresión de pura confusión en su rostro, tenía sus pequeñas manos contra su pecho, estrujando la tela negra de su camisa desabotonada, en un intento ineficaz por poner distancia entre ellos. Tal vez, incluso, por no huir de su lado, horrorizada.
Entonces supo por qué.
Los mechones que se anudaban en torno a uno de sus puños lo acusaban.
Odiándose así mismo, presionó su cuerpo contra el de ella y sus dedos masajearon el cuero cabelludo que había maltratado. Pudo sentirla temblando. La acercó más a él, quedando ambos en contacto desde el pecho hasta las caderas, disfrutando del calor abrasador de sus pieles y del latido de su virilidad entre ellos.
Valen arrastró la fina gasa blanca del vestido y recorrió con su mano libre el muslo de la joven.
Embelesado, vio como se le encendían las mejillas e instintivamente cerraba los párpados y contenía el aliento. Se percató también del pulso acelerado en la base de su cuello y necesitó de toda su fuerza de voluntad para mantener la compostura.
Miró sus labios.
Alejandra, expectante, se mordió el labio inferior; suave y ligeramente carnoso, tenía el mismo matiz que una puesta de sol.