Siempre, cuando se acercaba una tormenta, el Capitán Kraken se ponía de pie en el alcázar y observaba hacia el vacío durante largos minutos, mientras se acariciaba la larga barba con eventuales mechones rojos que aún no se desteñían por el paso de los años; el sol podía estar en su punto más alto, quemando la sal impregnada sobre la piel del resto de la tripulación y la espuma que estallaba contra la proa al abrirse paso entre las olas, llegar en forma de diminutas gotas hasta la punta de sus pestañas, anunciando un verano caliente y pacífico. Pero nada era más preciso que el olfato y el instinto del Capitán, quien había nacido en la cubierta de un barco pesquero, nada menos, en medio del olor salado, la sangre, y los pescados que aún chapoteaban sobre la madera, recién desprendidos del seno del mar por inmensas redes.
—El aire es agrio hoy —Decía. Quien estuviera a su lado debía estar pendiente de inmediato, pues solo era cuestión de tiempo para que empezara a gritar ordenes y preparativos para poder sobrellevar olas que podían llegar hasta a los veinte metros de altitud y atraer monstruos marinos con la desesperación y las señales de una muerte prematura escritas sobre el agua.
Así que, el día que Num, el segundo al mando dentro del barco, lo vio en el alcázar, acariciándose los mechones rojos de la barba, con los ojos azules como el mismo fondo marino, fijos en el interminable tapiz de las olas calmadas, caminó hacia él y aunque permaneció en una posición más baja, la distancia era lo suficientemente corta como para que sus palabras no se perdieran.
—¿Viene una tormenta, Capitán?
—No. No es eso —Respondió después de un largo momento de silencio. Una bandada de picorojos revoloteaban cerca del barco, agitaban las desordenada plumas marrones atraídos por el olor del pescado, pero algo parecía diferente; los picorojos eran aves marinas del tamaño de perros comunes, que provenían de una especie doméstica que habían escapado cientos de años de atrás, de alguna cría de aves marinas para el consumo y habían evolucionado por su propia cuenta, y que a pesar de los años y el salvajismo mismo del océano, solían posarse sobre los navíos y barcos para descansar y robar pescados, completamente acostumbrados a convivir con los humanos, muchos navegantes solían verlos como un signo de buen augurio y animales que siempre evitaban el curso de las tormentas. Sin embargo, no había ni un solo pico rojo sobre la cubierta, a pesar de que varios ya habían ofrecido pequeñas anchoas o calamares como regalo, parecía debatirse en medio del aire, revoloteando un par de veces hasta que terminaban alejándose—. Esta vez, somos nosotros los que cargamos con una tormenta.
Más de tres décadas había navegado junto al Capitán Kraken, pasando por innumerables desafíos que parecían ser el final y al final de cuentas agregaban más páginas a las aventuras que escribía durante las noches bajo la luz de la vela. Le debía todo, desde el nombre que evocaba al dios de los océanos para una de las civilizaciones que visitó en uno de sus viajes, hasta la libertad, que le había sido otorgada cuando el barco de esclavos fue destruido por la flota armada. Pero nunca, incluso durante los momentos a puerta cerrada, había visto esa expresión de enajenación en él, ni en su voz por lo general áspera y fuerte. Supuso que la razón de ese desconcierto, era el individuo que dormía en los camarotes en ese momento, incluso cuando el sol estaba en la parte más alta del cielo y los demás trabajaban. Fue una sola vez en la que le encaró y le exigió el aportar con el trabajo, incluso si solo era fregando el piso de las habitaciones, para que las raciones que le eran compartidas no fueran solo regaladas a un parásito.
Aún tenía impregnados en su espalda, el filo peligroso de los ojos de profundo turquesa que permanecieron fijos sobre él, impasibles, sin rastros de brillo o realización; en tiburones colgados de los arpones durante las cacerías había visto más vida infundida que en ese hombre; decorado con cicatrices de quemaduras frescas, que siempre dejaban en el aire, como una estela característica, el olor a la carne quemada.
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Estigma |Dabi|Lectora| [Colección Ambrosía]
FanfictionLa dolorosa maldición de una sirena siempre es acompañada por la desesperación latente de la inmortalidad; la muerte te abandona desde el primer instante que cometes el pecado de probar la carne de una. Dabi es un inmortal que viaja a través de las...