¡Ciao!

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Imaginen, sólo imaginen esto...

"¡Ciao Alberto!"

"¡Ciao Alberto!"

"¡Ciao Alberto!"

Luca siempre se lanzaba sobre él cada vez que el tren de Génova a Portorosso disminuía su marcha cerca de la estación. Alberto lo recibía en su pecho con los brazos llenos de nostalgia y amor palpitante esperando resurgir, Luca se acurrucaba en la cálida seguridad que éstos le proporcionaban, sintiendo como decena y media de mariposas aleteaban en el centro de su estómago. E intentaban en esos veranos llenar el vacío que la distancia les dejó, y que por muchas largas llamadas o cartas eternas que sacan lágrimas, no se comparaba con sólo dejar que sus dedos se entrelazaran.

"¡Ciao Alberto, ciao!"

¿Y qué iban a hacer sino aprovechar el tiempo perdido dedicándoselo el uno al otro, quedándose noches en vela platicando sobre el pasado y el futuro, disfrutando el presente como quién guarda un recuerdo atesorado con miedo de que se desvanezca en el olvido? Y la soledad arrancaba lágrimas en los ojos de ambos cada vez que se comenzaban a llenar los bolsos de ropa, para que uno de ellos parta nuevamente a Génova, siendo parte de aquel recorrido parecido interminable que conllevaba el aprender.

Cada noche antes de partir, Luca le tomaba la mano y se planteaba en silencio la idea de quedarse, de vivir tranquilamente en Portorosso junto con el único maestro que su corazón necesitaba, y luego se daba la vuelta para que Alberto no lo viera llorar. Y era sólo cuestión de segundos para sentir los brazos del mayor rodeando su cuerpo tiritando por intentar contener los hipos que partían su corazón por la mitad.

Y al final, no quedaba otra opción más que seguir con sus estudios, para hacer valer el sacrificio que Alberto estuvo dispuesto a hacer desde un principio. Porque eso fue lo correcto.

O al menos lo parecía.

"Hasta que vuelva a decirte ¡Ciao! de nuevo, Alberto."

"Hasta entonces."

Luca no supo exactamente cuanto tiempo había pasado, pero en un abrir y cerrar de ojos se vió a si mismo entrando en la Universidad, dejando a su viejo amigo como un puñado de arena en el viento. ¿Porqué no volvió a Portorosso? ¿Qué pensaría Alberto de él? ¡Lo había abandonado nuevamente! ¡No puede ser!

"Alberto... ....ciao"

Pero por más que intentó, el moreno no lo dejó volver al pueblo por él. Ya que cada seis meses, lograba conseguir un brillante boleto que lo llevaba hasta el amor de su vida por unas semanas que le llenaban el corazón de alegría.

"¿Alberto? ¡¡¡Ciao!!!"

Y eso siempre fue suficiente.

El correr de los años pasó con doce enormes peces blancos en el cielo nocturno, los veranos tardaban lo que tardaba en llegar el invierno, y los años se marcaron como arrugas en la piel de los no-tan-jóvenes relegados.

Giulia Marcovaldo nació bajo la algarabía de Génova, se formó con la tibia calidez de un pueblo costero y estudió la rígida carrera de las leyes. Fue una gran abogada hasta que se retiró tras casarse con una jueza y decidir vivir en Roma.

Luca Paguro nació en lo hondo del mar, las aguas siempre acariciando sus escamas y una familia que protegía todo menos lo que salía de la boca de la Nonna , se formó con las artes del infinito y rodeado de eternas fuentes de conocimiento que lo llevaron a tomar el manto de maestro y repartir entusiasmado sus enseñanzas. Fue el maestro más querido por toda Génova hasta que decidió que no había más que enseñar.

Quizo volver a Portorosso.

Alberto nació entre la arena y el mar, acunado por los brazos sin vida de su madre y bajo la tutela de un padre que lo abandonó en una torre cuando cumplió los diez, se formó bajo el ala de un hombre cuya enorme fachada no hacía más que guardar un enorme corazón, y con una familia nueva y pequeña que no hacía más que amarlo. Aprendió todo oficio que se propuso y fue llamado 'El Diamante Embruto de Portorosso' incluso después de la muerte de Massimo.

Se mudó lo suficientemente lejos del pueblo que lo crió para que no doliera tanto. Dejando junto a la tumba de su padre un corazón hecho pedazos.

"¡¡Ciao Alberto!!"

Fue el grito que resonó por todo el pueblo cuando a las seis de la tarde el tren se detuvo en la estación.

Al ver la casa Marcovaldo desolada y solitaria, Luca supo que algo estaba mal. Tras enterarse de la partida de Alberto, buscó por mar y tierra al dueño de sus pensamientos diarios.

Lo halló en un pueblo olvidado por Dios, había construido una pequeña casa opaca que reflejaba su alma sin brillo. Luca lo abrazó y dejó que Alberto llorara en su hombro todo lo que se había guardado para sí mismo, luego lo besó.

"Ciao Alberto, estoy aquí."

Y pintaron la casa de brillantes colores.

Ambos eran ancianos entonces, con sus décadas encima y miles de anécdotas para contar a quienes los visitaban. Se habían vuelto la pareja más hermosa. Nunca tuvieron hijos, pero siempre fueron los favoritos de los niños del pueblo, se sentaron en sus rodillas y pidieron oir sus aventuras.

Cada mañana con el sol, Luca giraba sobre sí mismo y besaba a Alberto en la frente, saludandolo con el corazón palpitante de alegría.

"Ciao Alberto."

Y Alberto aún medio dormido sonreía y balbuceaba algo que sonaba como:

"Ciao Luca"

Fueron felices.

Un tiempo después y a pesar de los años, Luca se levantó todos los 18 de Junio con el pesar de una vida solitaria a dejar un ramillete de flores sobre una tierra que siempre pareció húmeda por la lágrimas de la vida.

Se dejaba sentar haciendo alguna mueca por los huesos que le dolían y comenzaba a charlar con el aire, que parecía más fácil de respirar en aquel cementerio. Se reía, hablaba, soltaba algunas lágrimas y se disculpaba. Se pasaba todo el día y luego volvía a una casa vacía.

Pensando.

Nunca supo como empezar una charla con la tumba del amor de su vida. Pero sin embargo cuando comenzaba nada podía hacer que pare.

Y comenzaba como todos esos inicios de Verano en Portorosso, con un saludo.

Con un...

"Ciao Alberto"

Ciao AlbertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora