Prólogo

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Eärwen recorrió el sendero lo más rápido que pudo con el bulto en los brazos. Su marido, Finwë, corría tras ella, con sus pertenencias guardadas a presión en bolsas verdes. Ambos rostros estaban inundados de sudor por el esfuerzo y la ansiedad, acumulados durante años de permanente huida.

Un mal paso de la mujer desató la trampa. Una red de brillante color negro envolvió sus piernas y ella cayó al suelo con un duro golpe. Su carga voló un par de metros y aterrizó, milagrosamente a salvo, aunque comenzó a llorar del susto.

Eärwen se retorció y trató de liberarse de su prisión, llamando a gritos a Finwë. El elfo sacó un cuchillo de su cinturón y comenzó a serrar la cuerda.

Entonces, los humanos que venían persiguiéndoles desde kilómetros atrás los alcanzaron. Sus figuras, aunque se camuflaban perfectamente con el bosque en la oscuridad, iluminadas por el halo de las linternas eran perfectamente notorias.

Los cazadores, con sus modernas armas semiautomáticas se acercaron lentamente, como esperando un ataque de su parte, aunque la forma en la que pisaban denotaba su confianza. Ellos solo eran dos y los humanos más de una treintena, ¿qué podían hacerles?

Comenzaron a dispersarse en un círculo y Finwë cortó más rápido la cuerda, aunque sabía que ya era inútil.

Una sombra salió de los árboles y comenzó a acercarse a ellos.

-¡No!- gritó Eärwen en la lengua de los elfos-. ¡Sálvala!  

La silueta titubeó un segundo, pero después se agachó y recogió el bulto blanco lloroso del suelo y lo presionó contra su pecho. Miró una última vez a la pareja y se internó de nuevo en el bosque.

Una sonrisa se extendió por el rostro de la elfa, una sonrisa cansada pero triunfal. Cogió a su marido por los hombros y le susurró en el mismo idioma:

-Tiempo, Finwë, necesitan tiempo.

Él lo entendió. Apartó las manos de la red y sujetó en su lugar el rostro de su mujer. La besó por última vez y se levantó, enfrentándose al fin a sus asesinos. Enarboló el cuchillo y con los ojos abnegados en lágrimas de ira y pérdida, atacó.

Las balas acabaron con él en cuestión de segundos, su cuerpo cayó, flácido, junto a Eärwen, quien liberó un único grito y hundió la cara en la camisa de su marido.

Los cazadores estrecharon el círculo. Apenas había un par de metros entre ellos.

La elfa extrajo el cuchillo de la mano del cadáver y apuntó a sus perseguidores con él. Obtuvo unas cuantas sonrisas socarronas, que se borraron cuando desvió la punta hacia su propio cuerpo.

Sujetó su larga melena verde como las copas de los árboles en primavera con una mano y con la otra la cortó por las raíces. Arrojó el pelo al barro y sonrió a los humanos, exhibiendo todos los blanquecinos dientes.

-Queréis nuestro cuerpo- dijo en español para que ellos la entendiesen-. Nuestro pelo, nuestra piel. Habéis hecho este viaje para nada.

Arrojó el puñal entre los árboles y sacó una cajetilla de palitos con la punta roja de su bolsa, como las que los humanos usaban para encender rápidamente su fuego y que había robado días atrás.

-¡No! ¡Detenedla!-aulló uno de los cazadores, demasiado tarde.

Saltaron chispas cuando el fósforo raspó a través de la lija y se prendió. Eärwen dejó caer todo el paquete sobre las redes y se abrazó al cuerpo de Finwë, mientras el fuego los rodeaba y quemaba las vasijas con savia que habían traído con ellos, en previsión de un final cómo aquel.

No se quejó, ni gritó, ni sollozó, simplemente ardió como una estrella moribunda, su belleza, una promesa de muerte.

Los humanos se limitaron a observarla morir, algunos con odio por la pérdida de tiempo y recursos, otros con lástima, pero nadie con indiferencia.

A kilómetros de allí, Arwë, el elfo amigo del matrimonio se esforzaba por correr más rápido, no solo por su propia seguridad, sino también por la de la niña elfa que se escondía entre las sábanas blancas. La pequeña que había jurado meses atrás que protegería con su vida.

La nueva esperanza de su especie.

Caladhiel.

La última elfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora