Prólogo.

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» Kate Q. Sykes.
La alarma del despertador del móvil en conjunto con la vibración del aparato, la despertó en sobremanera. No sabía la razón pero parecía haber tenido una pesadilla ya que su cuerpo tenía una fina capa de sudor. Quizá más en ciertas zonas de su cuerpo. Apagó el dichoso ruidito y con su mano derecha, despejó los mechones de cabello castaño que habían quedado pegados a su frontis. Con un suspiro, expulsó el calor que emanaba su cuerpo de forma interna. Se ventiló un poco, moviendo de arriba a abajo la diestra, simulando un abanico y echó un vistazo perezoso a la estancia donde se encontraba. La cueva, la llamaba ella. Las características de una verdadera la hacían parecerlo. La única diferencia era una ventana en la pared de su lado zurdo, por la que ya comenzaban a entrar los primeros rayos de sol matutinos.
Una exhalación se le escapó de nuevo y se levantó de la cama para poder comenzar con la rutina. Siempre, con ese sueño mañanero que te arrastraba de nuevo a las sábanas de la cómoda cama; le tentaban a seguir sobre el colchón, intentando averiguar qué le había supuesto tanto desperdicio de líquido desecho.

» Drake K. Greenway.
El sonido tan irritante del despertador de mesa le hizo abandonar el sueño. Dio un golpe fuerte al chisme para que se callase antes de despegar los párpados. Pero ya comenzaba su mañana de mala gana pues los vecinos parecían tener pilas alcalinas ya que no callaban. Transcurrió la noche con aquellas voces en su cabeza, recorriendo cada rincón polvoriento de su mente, como si fuera uno de esos aparatos modernos que limpian los suelos de las casas con detector de objetos. Se deshizo de las sábanas y bostezó con desgana, desordenándose el pelo al pasar su mano entre las hebras azabaches.

» Kate Q. Sykes.
Después de darse una ducha, se lavó la cara apropiada mente y aplicó las cremas específicas en su rostro y cuerpo. Siempre se detenía en la misma parte.
─Estrías...
Masculló entre dientes, echando más cantidad en los muslos externos, internos, pechos y glúteos. Odiaba que su piel se mancillase por aquella soberana tontería. Todo el mundo las tenía, quería creer. Las actrices también; utilizan Photoshop se obligaba a pensar.
Poco después de aquello, y tras unos minutos, se quitó la toalla que envolvía su pelo y, con el albornoz aún colocado, se dirigió al armario, para escoger la ropa de entre todas las prendas que ya, casi ni cabían en el espacio.

» Drake K. Greenway.
Después de lavarse la cara, los dientes y el pelo, pues no podía mucho más debido al bajo sueldo, se dirigió a una silla en la esquina del piso, de donde cogió una sudadera de color grisáceo y unos vaqueros rotos algo arrugados. También, allí extraviados, encontró unos calcetines -inesperadamente limpios- que se colocó y, poco después, se puso unas vans de color negro. Tomó las llaves y sin esperar mucho, salió de su casa, no sin antes decir:
─¡Callaros, viejos amargados!

» Kate Q. Sykes.
Ya en la calle, deslumbrando con su conjunto de diario y su muda de ropa dentro del bolso -donde tenía de todo-, salió de su apartamento camino a la línea de tranvía que la llevaría hasta el edificio donde trabajaba, en Nueva York. Sus gafas de sol no faltaban. Parecía una de las chicas ricas de barrio. Con superioridad, observaba a la gente. No como si fueran inferiores, sino porque alardeaba de lo que tenía. Se sentía tremendamente importante cuando los transeúntes de paso se la quedaban mirando. Sin embargo, ella no cambiaba su vista del frente.

» Drake K. Greenway.
Pasaba por las calles llenas de bidones de gasolina expulsando humo y gente que, a simple vista, parecía estropeada y no inspiraban buena seguridad. Sus manos andaban permanentemente en el bolsillo común y sus ojos se paseaban de forma estresante a su alrededor, como cuidando por dónde iba o quién se le acercaba. Tampoco parecía el típico tipo con el que deberías de juntarte.

» Kate Q. Sykes.
Una vez llegó a su oficina, después de saludar al personal, se dedicó a rellenar varios informes sobre los casos en juicio con detalle. Ésa era su tarea mientras no tuviera a nadie a quien atender por falta de dinero. En realidad, añoraba los tiempos en los que tenía que estar defendiendo a una persona. Evidentemente, siempre que se trataba de un asesino, lo rechazaba ya que creía que no merecía la pena tal cosa.
De un momento a otro, llegó la hora de comida de media mañana. Se tomó un café, sentada en un pequeño patio para los administradores. Siempre le gustó ese recoveco del mundo donde podía ver la actividad de la hora punta. Los coches pasar a velocidad por la calle. Suerte que no era muy transitada. También observaba a las personas que caminaban. Algunas con prisa. Otras, simplemente, parecían pasear, de forma despreocupada como si tuviesen todo el tiempo del mundo.
En cuestión de segundos, que en realidad fueron minutos largos, tuvo que volver a la tarea -aburrida- de rellenar papeleo.
Suerte que, entre tanto, se le hizo breve y pudo salir de la oficina sin estar tan quemada. En su camino para el bar de un motel al que solía ir a comer, la sirena de la policía sonaba a la distancia.

Acusado de Asesinato ( 2ª Edición )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora