Cambio de planes

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Abro la aplicación de Twitter y empiezo a escribir algo relacionado con lo sucedido menos de cinco minutos atrás. A mitad de la frase, cuando ya había mal escrito palabras en mayúscula debido a la emoción, me detengo a evaluar la situación. ¿Qué pienso publicar exactamente? Observo el pasillo oscuro a través de la puerta abierta. La sala está iluminada por la lámpara de techo que cuelga suspendida del mismo. Los dedos se me congelaron en la pantalla del móvil. Lo dejo sobre la almohada, estiro el brazo derecho hacia la mesa de luz, abro el cajón tras dos intentos fallidos, y retiro un recorte viejo, un poco arrugado del interior. Me volteo ágilmente y me dejo caer sobre la cama, con las piernas aún recogidas. Mis manos sujetan el recorte sobre mi rostro, el cual crea una sombra en forma rectangular gracias a la luz que cuelga sobre mi. Observo detenidamente el recorte, no lo hacía desde hace algún tiempo, y trato de encontrar diferencias relevantes entre el presente y diez años atrás. En la actualidad no está tan delgado, más bien su cuerpo está trabajado en el gimnasio, probablemente por horas. Su cabello luce más largo que antes pero sus ojos tienen el mismo color intenso. Llevo el recorte hacia la nariz, y lo único que huelo es papel viejo. Me gusta imaginar que puedo sentir el perfume de mi madre aún después de diez años, aunque lo cierto es que no es así. El perfume de mi madre se borró de mis recuerdos mucho tiempo atrás.

La idea de que haya conocido a una de las personas más importantes para mi, sigue pareciéndome irracional. El hecho de que haya estado en mi casa, a pocos metros de mi, se siente más a una ilusión, pero es la realidad. Tan real como el lío en el que me metí. Pensándolo bien, publicar algo sobre la situación empeoraría las cosas. Coloco la mano por la espalda, y retiro mi móvil de debajo de mi cuerpo. Con un poco de dolor, borro la mitad del tweet que ya había escrito. No sería prudente publicar sobre el incidente, aunque no iba a hacerlo. No explícitamente.

Pensé que pasaría toda la noche preocupada, pensando como me liberaría de la situación legal, pero lo cierto es que me dormí enseguida apague la luz. Si bien no me gusta estar completamente al oscuro, sentí la necesidad de desconectarme del mundo por un momento. Si no veía nada, no estaba allí.

Suena el despertador a las 10:25 de la mañana. Con un poco de pereza apoyo la espalda en el respaldo de la cama. Observo a través de la ventana y, al parecer, todo rastro de la tormenta se había disipado. El cielo despejado permite que la luz del sol llegue a la Tierra, y que puedamos disfrutar de un día cálido. Estamos en verano después de todo. Busco mi móvil por mi alrededor, levanto las sábanas, me arrodillo para buscarlo debajo de las almohadas, pero no está. Apoyo la espalda en el respaldo de hierro nuevamente esperando que la alarma vuelva a sonar. Efectivamente, suena tres minutos después. Me inclino hacia el lado izquierdo y, junto a mis pantuflas, se haya el maldito teléfono.

Las cosas marchan bien, por ahora. No tengo ningún mensaje, ni ninguna llamada. Las notificaciones de Twitter casi hacen explotar el aparato, pero es cosa de todos los días. Me visto para afrontar el día, aunque la campera, esta vez, no será necesaria. Chequeo alguna que otra notificación mientras bajo las escaleras, pero no hay ninguna fuera de lo común. A Silvi le ha gustado tu Tweet. Caro23 ha retweeteado tu Tweet. En cuanto entro en la cocina, lo primero que hago es abrir las ventanas y dejar entrar el aire fresco, a la vez que la cálida luz del sol. Si hay algo que me gusta más que los días soleados, es la luz natural. ¿Por qué usar luz artificial cuando la hermosa luz de afuera es gratis? Acciono el interruptor de la cafetera para que empiece a funcionar, y mientras suena por los altavoces una canción de Roser, me dedico a hacer tostadas.

Un año después de la muerte de mis padres comencé la secundaria. Un poco más tarde que los de mi generación pero aún así no me sentía fuera de lugar. Eran amables conmigo aún sin saber la tragedia por la que había pasado. A la salida, cuando todos iban a sus casas en el autobús, yo tomaba el camino más largo, el que rodeaba el lago y demoraba más de la cuenta. Mis abuelos sabían que yo lo hacía por lo que no les sorprendía ver a mis vecinos llegar antes. Ese día, aún cuando el frío empañaba la pantalla de mi móvil, decidí volver a casa caminando pese a las insistencias de mi abuela. No puedes andar con este frío cerca del lago, Stella. ¿Y si te congelas? ¿Y si caes al lago? Nunca la contradecía. No le decía que no podía caerme al lago si no me acercaba o que en movimiento no podía congelarme con la temperatura actual de Manchester. Aún así le hacía caso y volvía a casa en ómnibus. Pero ese día en particular decidí romper la norma. La única norma que alguna vez me impusieron.

Una en un millónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora