Es un sueño

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Recuerdo cuando tenía doce años y me encontraba en la hamaca paraguaya que mis padres tenían al frente de casa. En ese momento era un lujo estar allí debido a que muy pocas veces estaba desocupada. Los días de verano mi padre se acostaba boca arriba y dormía la siesta con un brazo cayendo hacia un lado. Justo a su derecha, a los pies del árbol que le brindaba sombra, una pequeña mesa sostenía su vaso a medio terminar y dejaba un círculo húmedo sobre ella. En invierno, cuando el viento sacudía con fuerza las ramas del árbol, mi madre se sentaba en la hamaca con un termo de café hirviendo y un libro sobre sus piernas. Envuelta en una manta por los hombros, levantaba la vista cada poco tiempo, sonriendo, sabiendo que mi padre estaba de pie en la ventana observándola divertido.

Hacía un calor insoportable pero el árbol sobre mi cabeza parecía protegerme de ello, como si de sus ramas saliera una cúpula anti-térmica invisible. Con las piernas cruzadas y las manos detrás de mi cabeza, observaba las nubes que poco a poco se arremolinaban sobre mi. Parecía que en cualquier momento una tormenta se desataría aunque no le dí demasiada importancia. Sonó mi teléfono sacándome de mi trance, y con una mano en el pecho como si estuviera conteniendo mi corazón de que saltara, lo levanté del suelo y lo acerqué a mi oreja.

— ¿Si?

— ¿Cómo estás, Stella?

— Bien, mamá. Está por llover.

— Acá ya está lloviendo. Bastante a decir verdad. En unos minutos salimos para ahí.

— ¿Por qué no esperan a que pare de llover?

— No tenemos tiempo. Queremos llegar antes de que se haga de noche. — Duda un momento antes de responder. — Te llevo una sorpresa. Te quiero.

Corriendo llegué hasta la puerta de la casa. El viento empezaba a ser cada vez más fuerte, tanto que hizo que la hamaca se desprendiera del árbol por uno de los extremos, y, como si fuera una bandera, flameaba en medio del patio. Caminé hasta mi habitación en busca de una abrigo; la ropa de verano ya no servía de nada. Me coloco una campera para protegerme los brazos por lo menos, y me siento en la sala viendo la televisión. El tiempo pasaba. Absorta en la programación no me dí cuenta en el momento pero mis padres demoraban más de la cuenta.

Unas horas más tarde, cuando la noche estaba bien entrada, las luces no funcionaban y apenas se distinguían las cosas en la oscuridad, por la ventana una gran luz iluminó el interior de la habitación. Un auto había estacionado. Sabía que eran mis padres pero aún así quedé inmóvil en mi lugar, con las rodillas junto a mi pecho y mis brazos alrededor de las mismas. Al cabo de unos segundos, unos golpes en la puerta. No eran mis padres; ellos no golpean. Lentamente bajé los pies al suelo frío: uno luego otro y lentamente me acerqué a la puerta. Golpearon otra vez la puerta, sobresaltándome, provocando que llevara una mano hacia la boca, asustada. Meditando entre abrir o esconderme, opté por la primera y sin detenerme a pensar más abro. Mis padres no estaban allí.

Cada día en el que hay tormenta, desde ese verano, los recuerdos de la muerte de mis padres están presentes. No es que no me acuerde nunca que ellos no están, pero la mente asocia los recuerdos con los sentidos. Un aroma, una canción, un color. En este caso, mi mente lo asocia con el tiempo. Recuerdo el viento soplando fuerte, los rayos haciendo temblar la tierra, la lluvia que golpeaba fuertemente la ventana como si quisiera romperla en mil pedazos. Y fantaseo sobre ello. ¿Cómo fue su muerte? ¿Fue instantánea o sufrieron? ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera ido? ¿Hubiéramos vuelto a casa o no? ¿Yo estaría muerta también? Las preguntas rondan mi mente por un rato, mientras pienso qué hubiera sido diferente. Hasta que me doy cuenta lo mal que eso me hace. Lo que pasó, pasó y no puedo revertirlo.

Pocos días después de su muerte, cuando mis abuelos ya vivían conmigo, me llegó un correo. Nunca recibía nada, mucho menos correos, así que me sorprendió el hecho de que había una persona de pie en la puerta buscándome.

Una en un millónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora