LA SRTA. VACUA Y SU MELODRAMA

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I

Allá por la zona residencial de la Villa Alegría, estaba desarrollándose un fenómeno que, en un principio, fue considerado una cosa que acabó resultando ser otra completamente distinta.

Dos viejas en un mismo balcón charlaban lánguidamente mientras esto ocurría. La una más rubicunda y energética que la otra, más callada y poco activa en el dialogo. No obstante, al parecer, ambas amigas se complementaban de lo mejor en la situación que cada una vivía por su lado. La una, recientemente divorciada, y con sus hijos viviendo en Europa; la otra, viuda de hace demasiados años. Sus nombres: Ruth y Silvia.

- Parece que se mudan del barrio. ¿Quiénes serán los que se marchan? –comentó Silvia, visiblemente interesada.

- Estoy segura de que son los Dominguez, –afirmó Ruth con desprecio– Como si pudieran mantenerse en un barrio como este. Jaja –rió sarcásticamente–, el hombre partiéndose la espalda mientras la mujer despilfarra todos los fondos a sus espaldas; válgame Dios, lo que hacía falta: indios que, por llevar perlas, mágicamente se transforman en arios y nobles de la más alta estirpe, ¡por favor!

- Pues a mí me parece que es esa muchachita de enfrente. Esa bonita que suele pasearse por ahí con esa perrita, ¿cómo se llama?

- Se parece a una flor... espérate, ¿cómo era?

- ¿Violeta? –adivinó Silvia.

- No, no era así... ¡ah, ya me acordé! ¡Laurel! Así se llama.

- ¡Laurel! –repitió aliviada la pálida mujer– ¡Claro! ¿Cómo no lo recordé? Pues bueno, mírala, allá está, siguiendo a uno de los hombres de la mudanza.

- Le estará pidiendo que tenga cuidado con sus cosas, estoy segura. ¿Y cómo no? Esos de la mudanza siempre son unos brutos indiferentes.

- Pues déjame comentarte que lo hace con demasiado... dramatismo –comentó Silvia, antes de entregarse a un meditativo silencio.

- ¿Cómo? ¿Dramatismo? A ver. ¡Oh, qué raro!

- Tal vez y no se estén mudando después de todo... ¡y mira: le está gritando!

- A ver, a ver –repetía Ruth maquinalmente mientras se acomodaba los lentes al tiempo que se arrojaba curiosa sobre la barandilla.

Efectivamente, una linda muchachita de brillantes rizos marrones, corría tras un hombre gigante y la mesa que este cargaba, llorándole desvergonzadamente.

- Pobrecita –comentó Ruth, visiblemente conmovida.

- Le embargan –comentó Silvia con frialdad–. Terrible. Aunque algo ya me decía que su estancia aquí era un fenómeno bastante particular para pasarlo por alto.

- ¿A qué se refiere? ¿Sabe usted algo... sobre... esto? –inquirió Ruth con delicadeza y notorio interés.

- No demasiado, no –afirmó Silvia con humildad–. Pero sé que una vez o dos, un Sr., bastante importante de por aquí, la visitó durante largos horarios. ¿Por qué? Eso lo dejare a su criterio, señora mía.

- ¡Hum! –respondió Ruth– ¿Tú crees que ella...?

- ¡Oh, yo no creo nada! –repuso Silvia, haciéndose la ofendida– Ahora mismo no he hecho más que describir los hechos y nada más. Bien puede ser una cosa como no puede serla. Únicamente he ligado esta situación con la reciente noticia de que este Sr. Importante del que le hablo, ha muerto hace poco. Quizá...

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