Prólogo.

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PRÓLOGO.

Empezar una historia es siempre difícil y más, sobre todo, si es demasiado larga. Nací en 1590 en Noruega en una familia perteneciente a la nobleza por lo que me  educaron según unos ideales estrictos y unos modales que debían corresponder al primogénito del linaje. No voy a explicar cómo transcurrió mi infancia, ni lo tensa que era la relación con mi progenitor, lo único que debéis saber es que entrené desde que pude empuñar una espada y que me educaron para ser un patriota, el lema de la familia era "vive, lucha y muere por y para Noruega". Y yo me encargué de seguirlo fielmente, al fin y al cabo, eso fue lo que me llevó a cometer el mayor error de mi existencia, vender mi alma al mismísimo diablo. Pero no adelantemos acontecimientos.

Desde hacía unos años se llevaba fraguando una guerra, un conflicto de Noruega y Dinamarca contra Suecia, una de las muchas batallas que hubo por aquel entonces entre la alianza de los dos países y Suecia, fue la Guerra de Kalmar que comenzó en 1611. Por aquel entonces yo tenía veintiún años y era un joven impulsivo, activo y con ganas de ser un héroe, por lo que hacía cosas estúpidas y demasiado arriesgadas para ganarme la admiración, sobre todo de las mujeres. Es por eso  y por mis ideales por lo que me lancé de cabeza a combatir en la guerra. En resumidas cuentas, era un auténtico imbécil que amenazaba su propia vida en cuanto encontraba oportunidad y con la suficiente suerte como para salir siempre ileso.

Pero la suerte es inconstante y tiende a desaparecer cuando más se necesita por lo que en 1613, cuando apenas quedaban unos meses para que Noruega y Dinamarca venciesen a Suecia, una flecha enemiga me provocó una herida mortal. No sé qué se me pasó por la cabeza en ese instante, no sé si fue el patriotismo que sentía o simplemente mi ego hizo que me creyese demasiado bueno y joven como para morir tan pronto. El caso es que recé, recé a un dios que había aprendido a respetar, le pedí que me salvase, que me permitiese seguir luchando por mi país y lo único que obtuve fue silencio. Pobre necio, esperando la contestación de un dios que o bien no existía o no consideraba que fuese lo suficientemente importante. No recuerdo muy bien qué pasó, solo sé que la respuesta que deseaba llegó de otra parte totalmente distinta. Aquel día perdí dos cosas: mi alma y mi fe. Más tarde me daría cuenta de que también me había perdido a mí mismo.

La guerra acabó unos meses más tarde, volví a casa ileso, con condecoraciones y el ego por las nubes sin darme cuenta del error que había cometido, de que lo que había hecho tendría consecuencias devastadoras en mi vida.

Un año más tarde la fiebre se llevó a uno de mis hermanos pequeños, fue aquella la primera vez que perdí el control, la primera vez que la parte demoníaca se manifestaba por encima de mi parte más humana. También fue la primera vez que maté a alguien fuera de una batalla, la primera vez que disfruté con la sensación de la sangre humana manchando mis manos.

A partir de ese momento todo fue a peor: no envejecía, ante la más mínima pérdida de control sobre mí mismo el demonio se desataba, la gente empezó a morir a mi alrededor, lentamente. Y yo les fui enterrando, uno a uno, primero mis padres, luego mis hermanos, mis sobrinos...

Y, finalmente llegó, la soledad. La más absoluta soledad y el más absoluto pesar. Tenía cien años y me mantenía con el aspecto de un joven de veintitrés. Fue entonces cuando intenté suicidarme de todas las maneras que se me ocurrían, de todas las formas imaginables. Pagué a brujas, a vampiros, a demonios, a infinidad de criaturas para que acabasen con mi vida. Sin éxito.

Amé, odié, maté, viajé y seguí viviendo, en un odio constante por la parte que me consumía, por la parte de mi alma que debía mantener a raya a todas horas. Conviví con la responsabilidad de mis actos, con el sentimiento de culpa por haber enterrado hasta a mi hermana más querida, a mi hermana más joven.

Luego llegó el fuego, efecto secundario de uno de mis intentos de suicidio. Una bruja intentó acabar con mi vida y acabó dándome más poder, más facilidades para destruir todo a mi paso, me dio la capacidad de controlar el elemento más destructivo, el fuego. Aunque lo de controlar es un decir, porque más bien yo era controlado por él, los primeros años fueron los más complicados y me produjeron más dolor y más pérdidas.

Y al cabo de más años dejé de intentar suicidarme, ya ni siquiera eso importaba. Perdí la cuenta de las horas, de los meses, de las décadas, perdí el interés por todo. Ya estaba todo hecho, ya estaba todo vivido.

Ya no quedaba nada.

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