Capítulo 1

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Estados Unidos, Oregón. 1885

Sophie

Llegué al hostal el diecisiete de octubre, ya entrado el otoño. De normal solía dormir en el bosque, pero el frío me lo impidió y tuve que parar ahí. El dinero no era un problema para estar ahí: había ahorrado con algunos trabajos que había estado haciendo los dos meses que había estado de viaje, y si necesitaba más robaba. El problema era que me sentía encerrada en esas cuatro paredes. Tampoco creo que a Tuppence le hiciera mucha más gracia que a mí eso, encerrada en un establo hasta que fuera a por ella. 

Para ser honesta diré que la habitación no estaba mal. La cama no era tan incómoda como parecía cuando la veías, y habían colocado flores secas en el alféizar para adornar un poco el sitio. Tenía espacio para guardar mis cosas, aunque no llevaba mucho: un cambio de ropa y mis armas. La única pega que podía ponerle al lugar era la fotografía de Cleveland colgada en una de las paredes. Sentía un escalofrío en la nuca cada vez que la mirada, como si me estuviese juzgando. Al final la acabé tapando. 

El día siguiente a mi llegada tardé una hora más que de costumbre en levantarme. Irónicamente había dormido peor en esa cama que en mi saco. Estaba tan cansada que no conseguía mantenerme en pie, pero el frío me acabó espabilando. Me vestí rápidamente para evitar congelarme y me eché agua en la cara para despejarme las ideas. Antes de salir me escondí el pelo bajo el sombrero y cogí mi abrigo de encima del cuadro. 

El pasillo era igual de precario que la habitación, pero igual de funcional. Tenía otra foto más del presidente y dos o tres cuadros más de unos paisajes, y un aparador bajo la ventana con más flores secas. Al otro lado del cristal se había formado vaho, pero se seguía viendo un grupo de niños saltando sobre un montón de hojas secas. 

Bajé los escalones de dos en dos mientras estos se quejaban. Cuando llegué al vestíbulo, vi al hombrecillo de recepción esperando pacientemente a que llegara.

-¡Señor Smith, buenos días! ¿Cómo ha pasado su primera noche?- Estaba casi segura de que nadie me había recibido con ese entusiasmo en mi vida. 

Asentí, tratando de evitar tener que hablar. Aún no me salía una voz masculina del todo creíble. 

-No sabe cuánto me alegro- sonrió moviendo el bigote. 

Estaba a punto de salir, pero el hombre salió rápidamente del mostrador y se paró frente a la puerta.

-Verá usted, este es un pueblo muy pequeño todavía. Aún faltan muchas familias por mudarse aquí y... Perdone, divago mucho al hablar. El sheriff se ha enterado de su llegada y quiere hablar con usted.

-¿Conmigo?- pregunté sin forzar demasiado la voz. El hombre pareció no haber percibido eso.

-No se alerte. Hay ocasiones en las que llega alguien que le llama la atención, y decide tener una charla amistosa con él.

No fui capaz de llevarle la conversación, pero se las manejó él solito para seguir.

-La comisaría está al final de la calle principal. No tiene pérdida. 

Salí de ahí casi empujando al hombre. Miré al otro lado de la calle con el ceño fruncido y me eché a caminar hacia allí refunfuñando. Si lo llegaba a saber, hubiese preferido congelarme en medio del bosque con Tuppence. 

Oh, Tuppence. Me sabía mal tener que dejarla en el establo sola más tiempo. Antes de empezar el viaje no la montaba casi nunca, solo cuando me dejaban, pero esos dos meses ambas nos habíamos acostumbrado la una a la otra y se me hacía raro no estar con ella.

Llegué a la comisaría en menos de dos minutos. El pueblo se empezó a construir hacía medio año según un panfleto que el recepcionista del hotel me había dado, pero daba la sensación de que los edificios eran mucho más antiguos. Cuando subí las escaleras al porche del edificio los tablones crujieron a mis pies. Si tardaban un año en hacer el pueblo, pasaría medio hasta que se derrumbara.

Mi infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora