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La mayoría de los días de su vida desde que despertó en aquel bosque, miraba al cielo mientras se preguntaba si tuvo familia. Una familia, así como las que veía tras el cristal de las ventanas de las casas que saqueaba, ya fuera la basura o dentro de la misma. Siempre anhelo saber como se sentiría el amor de un padre y una madre. Sentir como era que alguien se preocupará por tu bienestar como tantas veces vio a Talía preocupada por Laura, Derek y Cora. Sentir la sensación de protección que te ofrecería estar en los brazos de un padre y que le dijera que todo iba a estar bien, incluso si fuese una mentira. Ir a la escuela y aprender todo lo que pudiese, hacer rabiar a sus padres cuando obtuviera una mala nota, que su padre la protegiera y amenazara a cualquiera que le quisiera hacer daño. Anhelaba todo aquello, se sentía miserable y sola cada que veía a las familias acampar en el bosque, asando malvaviscos mientras contaban historias de terror.

El no tener memoria era una maldición y una bendición; por una parte quería saber si alguna vez hizo algo para que le tocara tal desgracia. Se torturaba así misma pensando que a lo mejor fue culpa suya, los pensamientos vacíos en su cabeza hacían que esta pareciera querer estallar, tal vez piensen que no recordarlo haría más ameno el dolor, no era así. Por otro lado cuando veía las cicatrices en su espalda se hacía bola en una esquina de la cueva donde habitaba desde hace años, y lloraba hasta que no podía más, arrepintiéndose de querer esos recuerdos consigo, porque no era estúpida, no recibes un castigo tan grave a tus ocho años por un berrinche, a menos qué, tus padres fueran unas bestias.

Por suerte, hoy, no era uno de esos días, hoy se sentía diferente, había tenido la oportunidad de conocer – aunque no fuera en las mejores circunstancias – a otras personas y eso la hacía sentir bien. Tal vez no fue mucho tiempo, sin embargo esto mantendría su mente ocupada por algún tiempo.

Habían pasado dos horas desde que se había despedido de los chicos, estaba en su cueva leyendo una de sus nuevas adquisiciones, los libros que usualmente tomaba prestados eran fábulas y cuentos para niños como: "El flautista de Hamelin", también "La Caperucita Roja" y de sus favoritos: "Los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo".

—¡Oh, vamos tío tigre! Dejas en ridículo a toda una raza — expresó, asustando al pequeño ratón que tenía a un lado —. Lo siento, Joaquín — le dio un trozo de queso que había conseguido, en forma de disculpas.

Siguió leyendo hasta que sus tripas empezaron a retorcerse, tenía hambre. —Bueno, nos vemos luego Joaquín — salió de la cueva transformada en ese felino que le fascinaba, un lince rojo.

Buscaba con la mirada algo que saciará su hambre. Al estar casi toda su vida haciéndose pasar por aquel animal, se había acostumbrado a su forma de vivir. Dormía por la mayor parte del día y cazaba de noche, aunque no siempre. En la cima de una loma vislumbro una liebre, esa sería su comida. Su parte favorita era cuando la presa huía, la adrenalina se apoderaba de ella, y como animal salvaje se abalanzaba sobre la presa, sentía como una niña cuando la maestra le da una estrella dorada reconociendo su esfuerzo. Con sigilo se ocultó entre los arbustos y cuando vio el momento para atacar, dio un salto digno de un lince, mordiendo la carótida del animal, matándolo. Luego de llenarse se dirigió a buscar agua, la caza no había sido del todo divertida, atrapar a esa liebre fue sospechosamente fácil.

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