Aquel verano fue único. No lo fue por su grandeza, ni por su color; ese verano fue, simplemente, distinto a todos los que había vivido.
Por aquel entonces trabajaba como ingeniero en una importante empresa tecnológica. Quería darme un descanso del sobrecogedor ambiente que se respiraba en la ciudad. Allí había que andarse con cuidado: si uno se despistaba, se sorprendía mirándose al espejo con arrugas en la cara y un bastón en la mano.
Ese respiro tan solo era un intento de recrear mi infancia. Cuando era un niño solía ir cada verano a un pueblo de la costa gallega llamado San Vicente. Me puse en contacto con unos viejos amigos de mi madre y realicé las gestiones necesarias para plantarme, a primero de julio, en aquel pueblo de color blanco y olor a salitre.
El apartamento solo tenía dos habitaciones, eso sí, con una terraza que miraba al mar. Era tal y como lo recordaba. Durante los primeros días de aquel verano me dediqué a sentarme en la terraza, tal como había hecho años atrás, y a observar las gaviotas que cuidaban de sus polluelos en un tejado cercano. Allí era donde quería estar, aunque más adelante me daría cuenta de que deseaba estar en cualquier lugar, excepto en ese.
Un buen día, mientras caminaba por la pasarela de madera que conectaba las playas, escuché una voz que me llamaba a mis espaldas.
—Perdona.
La voz pertenecía a una mujer joven. Me volví hacia ella y esbocé una sonrisa. Ella llevaba un vestido de lino a juego con un bonito sombrero, que protegía su melena rubia. Nos miramos por un instante, intentando medirnos. Ella sonrió con naturalidad. Me pareció que yo era terriblemente ordinario ante ella, pero intenté mantener la compostura.
—Se te ha caído esto —dijo.
—Ah. Muchas gracias —dije, cogiendo la cartera que ella me tendía.
—Me llamo Helena —comentó, todavía sonriendo.
—Javier. Encantado.
Nos quedamos los dos quietos, de pie, uno frente al otro. A mi me pareció que la escena debía ser un poco ridícula en aquella pasarela. Varias personas pasaron por nuestro lado sin detenerse a mirarnos.
—¿Qué, por aquí de vacaciones? —le pregunté tímidamente.
—Sí. Bueno, en realidad vivo aquí —respondió.
—Vaya, qué bien. Es un lugar muy bonito —comenté.
—Gracias. Sí que lo es.
—Bueno, pues espero que nos veamos alguna vez más —dije.
—Eso seguro —comentó, antes de despedirse con voz dulce.
Aquel encuentro con Helena me dejó de buen humor por unos cuantos días. Continué sentándome en mi terraza y yendo a leer a la playa. Al principio estuve bien así. Fue como un pequeño renacer, pero una vez que lo alcancé, empecé a sentir que los días estaban algo vacíos.
Decidí que sería buena idea ir a cenar a un restaurante. En San Vicente había un sitio, el Náutico. Allí había música en directo, y la cena fue deliciosa. Cuando la camarera me trajo la cuenta, saqué mi cartera y le tendí una tarjeta. Ella me la devolvió con una sonrisa de oreja a oreja. Miré la tarjeta con detenimiento. No me llevó mucho tiempo descubrir que alguien había escrito, con tinta, una dirección: Calle de la Isla de Ons, 14.
ESTÁS LEYENDO
El cuadro y la laguna
Short StoryEl rompecabezas que une a Javier y a Helena irá tomando forma a lo largo de esta historia corta, descubriéndose un entramado de historias personales y sentimientos que rodeará a los protagonistas