parte 3 (final)

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la alcantarilla, la cloaca desembocaba en un gran canal-. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros arriesgarnos a navegar por una gran catarata.
Por entonces estaba ya tan cerca, que no podía detenerse. El barco iba como una bala, el pobre soldadito de plomo se mantuvo tan firme como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio tres o cuatro vueltas, llenándose de agua hasta el borde; estaba a punto de zozobrar; al soldadito le llegaba el agua al cuello y el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado como estaba, comenzaba a deshacerse, hasta que el agua se cerró sobre la cabeza del soldadito de plomo, mientras que pensaba en la encantadora bailarina, a la que no vería ya nunca más, y una antigua canción resonó en sus oídos:
¡Adelante, valiente guerrero! ¡Que la muerte será tu laurel!

En aquel momento el papel acabó de rasgarse y el soldadito se hundió, pero justo entonces se lo tragó un gran pez.
¡Oh, qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que en la alcantarilla y, además, más estrecho e incómodo. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, tendido cuan largo era.
El pez se agitaba, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin se quedó quieto y cruzó por él como un rayo de luz. La luz brillaba mucho y alguien gritó: «¡Un soldadito de plomo! »
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un gran cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo llevó a la sala, donde todos querían ver a aquel personaje tan importante que había viajado dentro de la barriga de un pez. Pero el soldadito no estaba orgulloso de aquello.
Lo pusieron de pie sobre la mesa y allí. ¡en fin, las cosas que pasan! El soldadito de plomo se encontraba en el mismo salón donde había estado antes. Vio a los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo precioso castillo con la encantadora y pequeña bailarina, que se mantenía todavía sobre una sola pierna y la otra en el aire - ella había estado tan firme como él-. Esto emocionó tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. Se contentó con mirarla y ella le miró también; pero nada se dijeron.
En esto, uno de los niños cogió al soldadito de plomo y lo arrojó a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, el duende de la caja el que tenía la culpa.
El soldadito de plomo se puso incandescente. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Perdió todos sus colores, sin que nadie pudiese decir si le había ocurrido durante el viaje o a causa de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, y ella lo miró, y el soldadito sintió que se fundía, pero continuó firme con su fusil al hombro.
Entonces se abrió una puerta y la corriente de aire se llevó a la bailarina, que voló como una sílfide para caer en la chimenea junto al soldadito de plomo; se produjo una llamarada y se consumió. Poco después el soldadito de plomo se acabó de fundir y, cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas, lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina sólo quedaba la lentejuela, ahora negra como el carbón.

EL soldadito de plomoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora