parte 2

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movieron siquiera fueron el soldadito de plomo y la pequeña bailarina. Ella se mantenía erguida de puntillas y con los brazos en alto; él seguía igualmente firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.
Cuando el reloj dio las doce -¡zas!-, se abrió la tapa de la caja de rapé; pero, ¿piensan ustedes que había tabaco en ella? ¡Ni mucho menos!; lo que allí había era un duende negro, porque se trataba de una caja de bromas.
-¡Soldadito de plomo! -gritó el duende-. ¿Quieres dejar de mirar lo que no te importa? Pero el soldadito de plomo se hizo el sordo.
-¡Está bien, ya verás mañana! -dijo el duende.
 
Al día siguiente, cuando los niños se levantaron, alguien había puesto al soldadito de plomo en la ventana; y bien fuese el duende, bien una corriente de aire, el caso es que la ventana se abrió de golpe y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con la pierna en alto, apoyado sobre el casco y con la bayoneta clavada en los adoquines.
La criada y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero, aunque estuvieron a punto de pisarlo, no lo pudieron encontrar. Si el soldadito de plomo hubiera gritado: «¡Aquí estoy!», seguro que lo habrían visto; pero él creyó que no estaba bien dar gritos yendo de uniforme.
Entonces empezó a llover, y cada vez lo hacía con más fuerza, hasta que se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.
-¡Mira -dijo uno-, un soldadito de plomo! Vamos a darle un paseo en barca.
 
E hicieron un barco con un periódico, pusieron en él al soldadito de plomo, que se fue navegando arroyo abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, qué olas las del arroyo y qué corriente! -¡desde luego que había llovido con ganas!-. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito de plomo sentía vértigos. Pero se mantenía firme, sin inmutarse, vista al frente y el fusil al hombro.
De pronto, una boca de alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón, se tragó al barquichuelo.
 
«Adónde iré a parar» -pensó-. Apostaría a que el duende es el culpable. Si al menos la pequeña bailarina estuviera conmigo en el barco, no me importaría que fuese aún más oscuro.
Al punto apareció una enorme rata de agua que vivía en la alcantarilla.
 
-¿Tienes el pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, el pasaporte!
 
Pero el soldadito de plomo no contestó, y apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se deslizaba vertiginosamente, seguido de cerca por la rata. ¡Uy!, cómo rechinaba los dientes y chillaba el asqueroso animal.
-¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!
 
Pero la corriente se hacía cada vez más rápida y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día al fondo del túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de horrorizar al más pintado -imaginaos: al acabar

EL soldadito de plomoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora