A la pequeña Emily.

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Cuando era joven, por aquellos días de tierno albor infante, me di cuenta una noche mientras observaba la sombra reflejada en la pared del cuarto en el que dormíamos mi padre y yo, gracias a la vaga luz de un par de velas que iluminaban la oscuridad; que me encantaba el cabello largo.

Por aquel entonces me crecía demasiado.

Se movía libremente, me pareció maravillosamente mágica, era yo de pie junto a la cama, observando mi pequeña (pero propia) sombra.

Ah, qué días preciados eran aquellos.

A mi padre, buen y desgastado hombre, no le gustaba verme con el cabello sobre los hombros.

<<Siempre es mejor no dejarle crecer>> Solía decir.

Era un tipo tosco y difícilmente lograba expresarse, pero en ocasiones lograba ser amable.

Su dura mirada intentaba dirigirse al pequeño rostro inocente que lo observaba atentamente, quizás en aquel profundo mar de inmensidad negra; se hallaba un hombre frágil. Nunca lo vi llorar.

Pobre hombre, nos despedimos demasiado pronto.

"Decías algo sobre el cabello..." Me recordó mi oyente amablemente.

Cierto, cierto, sonreí mientras presionaba la punta del cigarrillo barato entre los dedos.

Tomé nota mental de comprar un nuevo encendedor, y continué.

Tenía un único y viejo gorro que me había quedado como recuerdo de mi madre antes de que el frío amanecer se la llevara bailando con la muerte, ¡Cuánto brilló aquel día el sol! Así que lo utilicé hasta que los hilos se desprendieron y lo único que quedó de él fue un pobre pedazo a medio tejer.

Fue gracias a él que por al menos unos cinco meses logré esconder mi cabello, tenía la costumbre de salir demasiado pronto, así que nos veíamos casi al anochecer, cuando yo salía de la escuela y él terminaba su trabajo.

Recuerdo que tenía las manos llenas de ampollas y grietas, la carne sudada de su piel brillaba y las venas en su dorso se tensaban todo el tiempo. Fueron aquellas manos las que año tras año cortaron torpemente aquellos hilos negros que florecían en mi cabeza sin remedio. Pero nunca me quejé, nunca se cansó de hacerlo.

Sólo éramos él y yo en el mundo.

El último día escolar decidieron tomar fotografías de los estudiantes que se graduarían aquel año, era una escuela demasiado pobre como para contratar un fotógrafo, pero por suerte el único profesor que quedaba había logrado conseguir prestada una vieja cámara que serviría lo suficiente como para capturar el rostro de aquellos chiquillos que nunca más vería.

Todo aquel que crecía terminaba perdiéndolo todo, así que las conexiones humanas que podías hacer en aquel lugar eran escasas. Fuimos la única generación que recibió tal honor de ser colocados en la pared como viejos alumnos que nunca más aparecerían en aquel sitio.

Yo, por supuesto, jamás había visto una fotografía, mucho menos me habían tomado una alguna vez, así que los nervios me recorrían por la sangre a gran velocidad y me agitaban la noche anterior a aquel gran acontecimiento. ¡Una fotografía mía! ¡Vería quién era, cómo me veía!

Conocí los espejos cuando cumplía casi veinte años, así que aquella cosa extraña que nos metía dentro de un pequeño papel era toda una novedad. Curioso, ¿no? Conocer una cosa antes que la otra y al final descubrir que existieron desde hace muchísimo tiempo.

Rebusqué en mi vieja bolsa la única cartera lo suficientemente buena que me quedaba. Realmente aquí es cuando me recuerdo el nivel decadente en el que me encuentro de nuevo, mis años más brillantes desaparecieron hace mucho tiempo.

Le ofrecí aquella fotografía sorprendentemente bien conservada que llevaba siempre conmigo. Él sonrió con asombro y la tomó con delicadeza, como si temiera romperla cual pétalo de flor recién arrancado de su dueña.

No dijo nada, sólo la observó en silencio.

Aquel día me quité el gorro frente al profesor con mucho entusiasmo, mi cabello había crecido tanto que sentí el orgullo secreto de tocarlo y enredarlo con mis dedos dulcemente mientras imaginaba lo mucho que me apetecería dejarlo crecer aún más. Sería tan largo y tan brillante, tan espléndido.

Me estremecía de sólo pensarlo.

No tardamos demasiado, una intensa luz blanca resplandeció y el momento ya había pasado, pero la magia seguía ahí aun cuando él nos entregaba a todos con gran afecto aquellos pedacitos que nos acompañarían toda nuestra vida.

Una simple y vieja fotografía, es todo lo que es, pero para mí es el comienzo de aquel enorme desarrollo magnificente que me esperaba en aquel mundo absurdamente aterrador y cruel.

"Eso explica por qué todavía conservas aquel peluquín mal hecho y desgastado que no combina nada con tu cara. El natural siempre resulta irreemplazable."

Allí, en aquel sucio cuarto, sin electricidad ni comida alguna que buscar, estábamos él y yo, bajo una opaca luz de vela de aquellas que ya nadie hace y que dura tanto como de pequeño puede uno imaginar.

Éramos sólo él, quien nunca se marchaba, y yo, quien nunca le buscaba, un inútil cartero blanco jubilado y una deprimente prostituta negra retirada, pero éramos felices.

"Me...sorprende un poco."

Dijo minutos después.

¿El qué?

Pregunté.

"Es como si nada hubiera cambiado, esta pequeña persona en esta fotografía se ve como la misma que veo yo ahora mismo".

Me devolvió la fotografía y recostó su cabeza sobre mi hombro.

Me reí con desgana y negué con la cabeza.

"Y sin embargo pasó demasiado".

Pero por supuesto. Confirmé.

Mis ojos pronto se cerrarían, eso lo sabía, ya no era aquella chica que podía pasar horas despierta mientras el anochecer consumía toda la energía que podía dentro de mí tener.

Ahora era sólo una vieja y brillante decrépita que se negaba a morir todavía.

"¿Cuál era su nombre?" Pregunto justo antes de que mi conciencia se desvaneciera.

¿Quién?

Creo haberle preguntado dos veces.

"La personita".

La fotografía.

Me recosté con dificultad y sonreí antes de dejarme llevar por la oscuridad.

Emiliano, Antony Emiliano, fue el nombre que dieron mis padres a mi yo pasado.

Emily.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora