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¡Pipipipí! ¡Pipipipí!
Y el sonido intermitente de la alarma seguía y seguía.
—¡Son cinco para las siete! —grité como si se me fuera el mundo. Y cómo no, si era mi primer trabajo "estable" después de innumerables puestos que tuve que aceptar al poco tiempo de empezar la universidad.
Y, una cosa que aprendes cuando te asomas por la mayoría de edad, es que tomar la responsabilidad de construir tu vida por tu cuenta es más difícil que escribir mil tareas en un día para vender parte de ellas.
No es como si una vida no me bastara —sobra demasiado, si preguntan—.
Me había quedado dormido con una camiseta blanca puesta al revés y en calzoncillos, de esos que te hacen ver como un «adulto de cinco años». Tomé lo primero que tenía a la mano: unos jeans negros de tiro alto y una camiseta roja con cuadros.
Salí disparado del departamento, teniendo el sumo cuidado de no despertar a Nam Joon: mi compañero de cuarto, quien era muy amante del silencio por las mañanas y una que otra cosa que no recordaré aunque quiera.
Me monté en mi bicicleta, partiendo como alma que lleva el diablo.
No sin antes casi chocar con algún automóvil que también tenía cierta prisa en salir para cumplir con su labor.
—¡Lo siento mucho! —susurré como si me fuese a escuchar.
¿Después de todo, quién lo haría?
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Cuando llegué, me quedé sin aliento.
Ante mí, tenía una edificación de dos pisos, con toldos cubriendo las dos entradas de los costados y el logo de la cafetería: «Sioffi» bajo el dibujito de una blanca taza caliente. Un par de mesas a cada lado con seis sillas, cada una con carteles que mostraban el menú ofrecido.
