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Y escribí.

(Viajan las estrellas y más fuertes si les soplas pólvora. )
Escuché decir a alguien en la plaza.

Ya no oía sus gritos, ni todo aquello que su áspera e irritada lengua me dedicaba.
El paisaje era mucho más limpio, color blanco roto quizás.
Un hombre a veces necesita evadirse de todo aquello que corrompe su intelectualidad. Es por eso que me di una palmadita a mí mismo en la espalda felicitándome por la buena elección del destino.

Las alpargatas no eran lo más cómodo del mundo, pero la costumbre de llevar los pies al aire no me incomodaba.

A lo lejos, una mujer preciosa adornada con un quitión blanquecino y un himatión púrpura, y mis mismas alpargatas; se paseaba junto a una sirvienta y un esclavo. Llevaba cargado en sus brazos a una pequeña criatura de cabello dorado.
Es de buen saber que se debe desconfiar de las madres, pues además del sexto sentido de las mujeres, tienen ese olfato maternal, que les advierte de todo peligro. Y yo lo era, pude intuirlo por cómo me miraba:

– Buenas tardes, soy un peligro para usted.– le dije nada más acercarme.

Ella, que sabía perfectamente en qué consistía el juego se rió indistintamente y siguió andando frente a la mirada atónita de sus acompañantes.

– Perdona, le he dado las buenas tardes, y una mujer de tan buen ver, imagino, que ha de tener también buenos modales. –

Me miraba curiosa en silencio. Yo que ya conocía al completo todos sus gestos, admiraba el disimulo con el que se expresaba una vez más.

– Me han hablado de ti. Siempre tú en todos lados. – Frente a la multitud ambos debíamos mostrarnos desconocidos, aunque eso estuviera lejos de la realidad.
– ¿Acudirás esta noche al teatro? – Me preguntó desinteresada.

– ¿Debería tomármelo como una invitación?– respondí yo de manera despreocupada notando como los ojos de la criada se abrían cada vez más y más.

– Allí nos veremos entonces. – Dijo y se alejó elegantemente concluyendo la conversación.

Reconocía perfectamente su olor mientras se marchaba; el mismo que aún guardaban mis sabanas. Me paré a disfrutar, con cierta añoranza; el trepar de sus trenzas, esas por las que en tantas ocasiones habían fluido mis ideas.

*Fluir: Agridulce palabra que nos impide ser libres una vez conocida la libertad de otro alma que fluye al compás.

(Uñas largas y tacones, uñas largas y tacones, uñas largas y tacones.
No dejarán nunca de ser la metáfora perfecta del único ser capaz de desmontar los esquemas de un artista, aunque no porten ninguna de las dos.)

Esta reflexión era recurrente en mi cabeza, y retumbaba cada vez más después de cada encuentro.
Tristemente y con los pies en la tierra, me di cuenta de que quizás no había sido tan ágil con la decisión de mi viaje. Pero es que escapar era imposible. Donde fuera me distraía.

De todas formas aislé este pensamiento y
Me dirigí a la posada de Aquiles, viejo conocido donde nos guarde el tiempo, excusándome con que tenía cosas que hacer.
Todo el mundo le acusaba de fanfarrón, pero a mí había algo en su templanza que más allá de recordarme a mi propia persona, me tranquilizaba.

Me encontré con él saliendo de la posada de Agamenao. Seguía a unos soldados que cargaban con un esclavo que pareciese haber enloquecido. Recitaba a modo de cántico unas palabras muy extrañas, que incluso podían resultar cómicas.
Una vez cruzadas nuestras miradas, este se paró en seco para saludarme. Me presenté también ante Patroclo (familiar de Aquiles) y tras una pequeña charla para que me pusieran al día sobre la situación en Grecia, ambos me pidieron que les acompañara a revisar el teatro para no interrumpirla.

No era la primera vez que visitaba un teatro griego, sin embargo; nunca dejaría de sorprenderme dicha obra arquitectónica. Era una construcción muy lógica que aprovechaba todos los espacios y recursos para mejorar la experiencia.

– Tienes cara de haberlo echado de menos, ¿verdad amigo? – dijo Aquiles dirigiéndose hacia mí, pues sabía que en sus comienzos, había sido un gran fan de la tragicomedia griega. Mientras, yo asentía. – Ahora debemos marchar para solucionar un par de asuntos en el templo, pero si luego acudes a la tragedia, nos veremos entre las gradas. –

Me quedé observando el lugar.
Es cierto que lo había echado de menos.
El olor a mármol erosionado que adornaba las columnas del escenario, los asientos de piedra adaptados cada uno al tamaño del coro y las empinadas pero elegantes escaleras por las que bajaban público y técnicos.

Durante mi paseo, seguía recordando sus palabras; su casi invitación que supe aceptar perspicazmente. Había viajado para alejarme de la realidad, no para adentrarme en ella. Pero supongo que el cerebro femenino siempre va un paso por delante, y esa mujer no querrá dejarme solo ni un instante; es de esas, que necesitan tomar todo el control para sentirse queridas. Y yo, como ya he dicho, que fluyo con libertad, tropiezo de vez en cuando con su limpia visión del mundo.

El resbalar de unas pisadas me hizo percatarme de que no era el único que curioseaba la zona. Por un momento me detuve para escucharlos bien. Procedían de una figura femenina. Lo supe por su delicadeza y gracias a una aguda voz que entonaba una melodía entre bambalinas.

Me acerqué hacia allí. Sigiloso. Lo suficiente como para no ahuyentar a nadie, sobre todo teniendo en cuenta que las mujeres no podían disfrutar de aquel área y quería evitar que saliera corriendo; pero no tanto como para denotar mala intención.

Cuando llegué la reconocí al instante. Esta vez sin el crío en brazos. Siempre ella.
Uno recorre los lares más lejanos para olvidarse de sus musas, y estas siempre acaban resurgiendo.
Y me piden que escriba.
Y encallan mi barco como las sirenas el de los piratas.
Y saben bailar con mis latidos de la manera más pura y visceral.
Y juegan con las emociones del poeta, como la última boca a la que besas cuando hace frío.

(Uñas largas y tacones, uñas largas y tacones, uñas largas y tacones....aunque no porten ninguna de las dos.)

Apoyé mi mano en su hombro, frío y pálido como de costumbre. Como en todas las vidas viejas y en las que están por venir.
Recapacité, pues como ya he dicho asumí la invitación, pero por su reacción sabía que ninguno de los dos nos la esperábamos tan fortuita.

El silencio era sepulcral. Ya no vacilaban esos ojillos intermitentes como en la mañana. Podía sentir la vibración a través de sus costillas. Las cuales volví y volvería a escalar una y mil veces hasta llegar al vórtice de su pecho.
Apreciaba sus clavículas, pero más aún la profundidad de su pensamiento. Su mente era capaz de seducirme una y mil veces. Siempre que ella quisiera.
Esa es la clara diferencia entre una musa y un amor de cantina. No ambos te acarician el alma con la misma sensibilidad.

Habíamos prometido no volver a hacerlo. Yo porque sus ásperos gritos aún retumbaban en mi oreja y ella: ella por orgullo.

Pero no pudimos evitarnos. Habíamos jugado con el roce, ya antes, con ese tira y afloja. Y cohibirnos solo alentaría las llamas.
Así que nos dejamos llevar, lírica y biológicamente, como habríamos hecho tantas veces antes y después.

Cuando se volvió a cubrir con aquel velo, y yo creí haber besado de nuevo la luna, volvió a dirigirme un par de palabras groseras que me pillaron desprevenido, y a subir las escaleras. Esta vez para que los espectadores que empezarían a llegar en breves no sospecharan.

Yo, al reconocer la jugada, no antigua pero sí recurrente, no pude hacer otra cosa que escaparme en solitario a dedicarle unos versos a mi querida Sofí.

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⏰ Última actualización: Dec 14, 2021 ⏰

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