13. Visitas inesperadas

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13. Visitas inesperadas

Las sorpresas no eran precisamente del agrado de Adeline. En su mayoría porque estaba acostumbrada a las "sorpresas" de Evan, que usualmente abarcaban bromas de mal gusto que sólo le hacían gracia a él. Por eso mismo, cuando regresó del instituto ese lunes y encontró a su padre en la puerta del restaurant con una sonrisa juguetona en el rostro, Adeline esperó lo peor. 

—Hay alguien esperándote adentro. 

Sin embargo, la sonrisa de James no le pareció tan desconcertante como el rostro malhumorado de Michael que encontró apenas entró a su hogar. Sólo había tres mozos que se movían con serenidad entre las horas más tranquilas de la clientela; los días lunes se podía respirar un poco en el lugar. 

Adeline no esperaba encontrarlo a él entre los clientes. Era imposible no mirarlo, su presencia era tan ostentosa como su rostro. Resaltaba entre todos los demás como si los mismos ángeles lo estuvieran iluminando. Sussane y Vivi, que habían trabajado en el restaurant desde que Adeline tenía al menos doce, no dejaban de observarlo y murmurar entre ellas. Cuando él alzó la mirada y les sonrió, ambas soltaron risitas tan propias de adolescentes que nadie creería que tenían más de veinticinco. 

—Es guapísimo —le susurró James al oído—. Y ha estado esperando por ti por casi una hora. Ve a sentarte con él antes de que Vivi lo haga. 

Adeline caminó hacia su nuevo amigo algo aturdida. Bemus sonrió campante en cuanto la vio. 

—Hola, campanita. Feliz cumpleaños. 

Señaló con la mirada una caja envuelta sobre la mesa. Adeline carraspeó y tomó asiento frente a él, dejando su mochila caer al piso. Alisó su cabello ondulado, que nunca le había importado cómo se veía hasta ese momento. Tomó la caja con un enorme moño azul y rezongó: 

—Fue el viernes. 

—Lo sé —la sonrisa de Bemus se borró—. Si lo hubieras mencionado, te habría dado un regalo esa misma noche. 

Adeline se sonrojó al recordar la noche que habían pasado juntos. Volvió a alisar su cabello nerviosa y abrió la caja sin mirarlo a los ojos. Lo que vio la dejó sin palabras. 

Dentro de la caja había un ukelele de color azul con cuerdas blancas. Se veía delicado y, al mismo tiempo, parecía haber soportado muchos años. Brillaba bajo la luz del restaurant, y en un costado, casi imperceptible para el ojo humano, estaba grabado su nombre. Adeline, en una letra cursiva y melódica. 

—Mi tío es dueño de un local de música en California, al otro lado del país —informó el rubio cuando la vio perdida en el instrumento—. Me enteré por Cali que puedes tocar más de cinco instrumentos, creí que aprender a tocar el ukelele te sería pan comido. Espero que tus padres no me odien por los dolores de cabeza que vas a darles ahora... 

Adeline comenzó a afinarlo con un chillido de emoción. 

—¡Es hermoso! —cuando apartó la mirada del instrumento, notó que Bemus la miraba fijamente con una sonrisa. No una sonrisa pícara, mucho menos una burlona. Era una sonrisa cálida que no había estado preparada para recibir—. Gracias, Bemus. 

Bemus ladeó la cabeza: 

—¿No vas a darme un abrazo? 

Ahí estaba el atrevimiento propio de Bemus Malaj. Adeline rodó los ojos y se puso de pie para rodearlo con sus pequeños brazos mientras él permanecía sentado. Bemus era enorme; sus prominentes músculos y su altura hacían ver pequeño a cualquiera. Incluso Michael, que ejercitaba diariamente, tenía un par de centímetros menos que el Malaj mayor. Calíope había mencionado una vez que todos los nephilim eran ridículamente altos. 

En mis sueños (Saga: Dulces Sueños #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora