Un nuevo comienzo

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Era de noche y nos mudábamos por fin. Yo tenía unos seis años y mi hermano unos diez. Dejábamos atrás un edificio prefabricado, construido en la antigua Unión Soviética. Decíamos adiós a la kommunalka. Mi hermano Sergei estaba contento de no tener que volver a compartir habitación con los Arefieva y su abuelo, cuya vida había destrozado el alcohol.

Llegamos a nuestro nuevo hogar. La entrada se veía bien. Mi madre estaba acabando de llevar unas cajas y mi padre las apilaba en el ascensor. El edificio se veía usado y olía raro, pero se agradecía salir del otro. Íbamos a vivir en el séptimo piso. A mi me sonaba al séptimo cielo...

Nos apretamos en el ascensor, toqué ilusionada el botón con el 7 y se puso en marcha.  Tras un rato ascendiendo, un fuerte sonido lo hizo temblar. Segundos después nos encontrábamos los cuatro en el suelo. Habíamos bajado bruscamente en un abrir y cerrar de ojos. Las luces tintineaban y yo estaba aferrada al brazo de mi hermano.

Una vez recuperados del susto, oí a mi madre murmurar entre dientes y a mi padre suspirar profundamente. Yo tenía miedo. Quizá el freno podría desbloquearse.  No quería pensar en ello...

Mientras mi madre intentaba abrir la puerta del ascensor sin logro alguno, nos pidió que le echáramos un cable. Un cable... qué oportuna. Al final abrimos la puerta. Pensamos que había sido sólo un golpe de mala suerte y que saldríamos, cogeríamos las cosas y subiríamos por la escalera.  Mi cabecita estaba bastante lejos de la realidad y no tenía ni idea de lo que realmente me esperaba.

Abierta la puerta metálica, nos topamos con que el ascensor se había quedado entre dos pisos. Quedaba un hueco desde donde se veía la entrada del edificio. Estaba claro que  era lo suficientemente ancho como para que pasáramos Sergei y yo, pero ¿y qué pasaba con mis padres? Ellos, sin pensarlo dos veces, cogieron a mi hermano y lo ayudaron a pasar por el hueco. Luego me subieron a mí y con la ayuda de Sergei, que ya estaba fuera, me arrastraron hacia el exterior. El alivio que sentimos duró poco. Estábamos en shock y no sabíamos qué hacer. 

¿Qué hora era? ¿Nos habría oído alguien? ¿A quién podíamos llamar?  El reloj de pulsera que llevaba Sergei en la muñeca se había roto, pero debía ser más de las doce.

Yo miraba asustada al hueco y sólo veía los cables entrelazados, agrupados como los temores de mi cabeza. Sergei me dijo que me quedase quieta frente al hueco del ascensor y desapareció escaleras arriba. Mis padres estaban dentro todavía y apenas entendía lo que decían. Sus palabras me llegaban huecas, lejanas.

Mis temores se confirmaron: la sirga del ascensor se empezó a aflojar peligrosamente. Y yo allí, mirando fijamente al oscuro hueco, aterrada, sin saber qué hacer.

Sergei siempre resolvía las cosas de manera rápida. Decidí ir en su búsqueda. Empecé a subir las escaleras para decírselo. Iba buscándolo en cada una de las plantas hasta llegar a la que iba ser la nuestra. Ahí estaba él, sentado, respirando fuertemente, esperando. Había llamado a cada casa, pero nadie había respondido al timbre y esa parecía nuestra única oportunidad. No sabía qué hacer, así que me senté a su lado y esperé junto a él.

Un estruendo nos sobresaltó y nos hizo estremecer. ¡No podía ser! Me acordé de la sirga. No había subido seis pisos sólo para estar con él, claro que no... El cable que se estaba aflojando, había cedido y yo no se lo dije. No sólo no me había quedado donde Sergei me dijo, sino que además no había podido ayudar. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos descontroladamente, no tenía palabras. Me sentí culpable.

Sergei tenía la boca abierta, intuía lo que acababa de suceder.  Ya era demasiado tarde.

Una vecina abrió la puerta. Era una mujer mayor con una bata rosa y unas pantuflas. Nos miró con desconfianza. Le preguntó a mi hermano la razón por la que estábamos allí, en el suelo.

A duras penas, Sergei le explicó lo que acababa de suceder.

Desapareció en su casa y la oímos llamar a emergencias. Pauline, que así se llamaba, narraba con voz entrecortada lo sucedido. Salió de nuevo y nos dijo que tardarían unos veinte minutos en llegar. Tic, tac, tic, tac y aún no aparecía nadie.

Pauline nos ofreció algo de beber. Yo estaba sedienta así que acepté el vaso de agua. Me lo bebí de un tirón. Tic, tac, tic, tac.... Por fin en la lejanía se oían esperanzadoras las sirenas.

Apurados, comenzamos a bajar hasta el portal. Una vez allí, los de emergencias comenzaban su trabajo. Yo los miraba moverse de un lado a otro.  Unos agentes se llevaron a mi hermano a un lado y yo me quedé con Pauline. Luego, otro agente me empezó a hacer preguntas a mí. Yo me sentía culpable. No me salían las palabras. Llorando pude decir: ¡Ha sido culpa mía!

Pauline vino a consolarme mientras el agente me tranquilizaba.

Se acercaron dos personas a hablar con el agente y por sus caras pude adivinar que algo malo sucedía.

Sergei, siempre más optimista, miraba confiado al grupo de rescate. Policía, bomberos ponían sus esfuerzos en una operación complicada porque dos vidas corrían peligro.

Sergei se acercó y nos sentamos apoyando la espalda en la pared. Esperábamos ansiosos cualquier noticia que nos pudiesen dar. 

Nos levantamos rápidamente cuando uno de los agentes se acercó a nosotros. Era fácil intuir las noticias que traía, nuestros padres no habían podido sobrevivir.

En ese momento el mundo se nos vino abajo. No teníamos a nadie más.

Oí que llamaban a Servicios Sociales para que se hicieran cargo de nosotros. ¿Qué era eso? Pauline nos invitó a entrar en su casa. Agradecimos el ambiente tranquilizador, seguro.

Al cabo de media hora llamaron a la puerta dos señoras para llevarnos a nuestro nuevo destino. —Servicios Sociales—dijo Pauline. Ah, ¡Era eso! Dos señoras rollizas como matrioshkas.

Tras un viaje largo como un mal sueño,  llegamos de madrugada a un edificio que se nos antojó lóbrego. Todo estaba en silencio. 

Nos recibió Gala, la cuidadora de guardia. Una mujer de sonrisa amable y olor conocido. Nos dio algo de comer y nos reconfortó con sus palabras. Cuando estuvimos más tranquilos, nos enseñó nuestros dormitorios. Abrió la puerta con el número 5. Se oían las respiraciones acompasadas de los niños que iban a compartir el dormitorio con Sergei. Daos las buenas noches nos dijo Gala.

Mi hermano me dio un abrazo. Gala me acompañó al dormitorio número 7. Al ver el número en la puerta, no pude evitar pensar ¿Iba a ser ese, por fin, mi séptimo cielo?

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