Era mi decimoséptimo cumpleaños, mi primer aniversario desde que recuperé a mi madre. Como te estarás preguntando (o no) nuestra relación ahora es más fuerte pero aún sigue, de vez en cuando, llamándome la atención por mis, a veces, malos modales "que no son de una buena princesa".
-¡Aaaaaaaaaanguuuuuss! -grité a mi querido y fiel amigo peludo, cómo si fuera a contestarme.
El animal me respondió con un relincho y al llegar hasta él, cómo costumbre suya, estampó su suave cola contra mi pálida cara.
- ¡Vamos al bosque! -Exclamé entusiasmada a la vez que me subía al lomo del caballo.-
Hoy era mi cumpleaños y,por tanto, podía hacer todo lo que se me antojara. Aunque quizás eso me jugará una mala pasada.
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Cuanto la ventisca empezó, Angus y yo galopábamos entre los frondosos pero, afortunadamente, altos árboles del bosque más cercano a Dunbroch, su reino. Bueno, más bien el de sus padres. Digamos que, por mucho que eso enfadara a la pelirroja, sería su futuro reino cuando sus padres no pudiesen. Apartando esos pensamientos, la chica siguió a lomos del caballo cuando un copo de nieve aterrizó en su pecosa nariz.
-¿Nieve?¿En abril? -pensó Mérida en vosz alta pues no se esperaba ver caer los blancos copos hasta, por lo menos, dentro de unos siete meses.
Cobijada bajo una pequeña cueva y con Angus recostado a su lado, la princesa observó el fenómeno que parecía no detenerse.
Mientras la nieve se acumulaba en la entrada de la cueva, la chica de cabellos alborotados se tumbó sobre el lomo de su caballo, que ya había sucumbido al cansancio, para estar así más cómoda. Pero pronto, ella también se dejó arrastrar hasta los sueños.
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Despegó sus párpados lentamente, para luego parpadear varias veces cuando una horrible vista hizo que sus ánimos cayeran, sus ojos se enrojezcan y su corazón se detuviese.
La entrada de la cueva estaba completamente cubierta por una gruesa capa de impoluta nieve.