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Se acostaron una frente a la otra en la cama, totalmente opuestas. Rosa y azul, arriba y abajo, huérfana de la calle y princesa mimada. Aceite y agua. Y aún más. Sin embargo se tocaron en el medio. Al principio, sólo un roce de los nudillos, luego un ligero roce de los dedos y finalmente un agarre deliberado, de la mano.
Durante mucho tiempo, simplemente se quedaron allí, mirándose a los ojos. Entendiéndose en silencio. Caitlyn vio en Vi los duros años de la prisión de Stillwater, el duro caparazón que tuvo que construir ella misma. Entre las palizas de los guardias y las peleas con otros prisioneros, es un milagro que haya sobrevivido a la suavidad de ella. Pero también podía ver eso. Vio que a ella le importaba. Se preocupaba por su hermana, su gente, su vida. Esa pequeña chispa de amor fue la razón por la que el duro caparazón se mantuvo unido. Anhelaba ser parte de eso.
Y la menor vio mucho más en Caitlyn de lo que esperaba. No le sorprendió descubrir que ésta mansión era su hogar. No le sorprendió la madre severa y el padre cariñoso. Estaba sorprendida por la dureza en su interior, la dedicación. Había visto que guardaba su arma en un estuche en un banco de trabajo en su habitación, lo que le dijo que ella se preocupaba por ella misma en lugar de dejar que un sirviente lo hiciera. Había escuchado la voz de Caitlyn subir las escaleras, rompiendo la ilusión de una familia perfecta de clase alta. Había visto la gran mancha en el centro de la habitación por lo demás ordenada, el cuidadoso desorden de mapas, archivos e informes sobre la ciudad subterránea que había le llevado hasta ella.
