A los diecisiete años, mi vida cambió para siempre.
Sé que hay personas que se sorprenden cuando me oyen hablar así; me miran con interés, como si quisieran descifrar qué es lo que sucedió, aunque casi nunca me molesto en dar explicaciones. Dado que he vivido prácticamente toda mi vida aquí, no siento la necesidad de hacerlo, a menos que pueda explayarme sin prisas, lo que requiere más tiempo del que la mayoría de la gente está dispuesta a concederme.
Mi historia no puede resumirse en un par de frases ni condensarse en una simple exposición que se comprenda de inmediato. A pesar de que han transcurrido cuarenta años, los que aún viven aquí y me conocían en aquel entonces respetan mi silencio sin más. Mi historia es, en cierto modo, su historia, pues fue algo que todos compartimos.
Sin embargo, fui yo quien lo vivió de una forma más intensa.
Tengo cincuenta y siete años, pero aún recuerdo a la perfección lo que sucedió, hasta el más mínimo detalle. A menudo revivo mentalmente aquel año y me doy cuenta de que, cuando lo hago, siempre me invade una extraña sensación de tristeza y de alegría a la vez. Hay momentos en que desearía retroceder en el tiempo para poder borrar toda esa inmensa tristeza, pero tengo la impresión de que, si lo hiciera, también empañaría la alegría. Así que me dejo llevar por la esencia de esos recuerdos a medida que van aflorando, los acepto sin reticencia y dejo que me guíen siempre que sea posible.
Hoy es 12 de abril del último año del milenio. Acabo de salir de casa e instintivamente echo un vistazo a mi alrededor. El cielo está encapotado, pero, a medida que bajo por la calle, me fijo en que los cornejos y las azaleas empiezan a florecer. Me abrocho la cremallera de la chaqueta. Hace frío, aunque sé que dentro de tan solo unas pocas semanas la temperatura será más cálida y los cielos grises darán paso a esa clase de días que convierten Carolina del Norte en uno de los lugares más bellos del mundo.
Suspiro y siento que de nuevo me invaden los recuerdos. Entorno los ojos y los años empiezan a dar marcha atrás, retrocediendo lentamente, como las manecillas de un reloj que giran en la dirección opuesta. Como a través de los ojos de otra persona, me veo a mí mismo rejuvenecer; mi pelo gris vuelve a ser de color castaño; siento que las arrugas alrededor de mis ojos se reducen; mis brazos y mis piernas se tornan más fuertes. Las lecciones que he aprendido a lo largo de los años se diluyen y recobro la inocencia a medida que se acerca aquel año tan memorable.
Entonces, igual que yo, el mundo empieza a cambiar: las calles se vuelven más estrechas y algunas recobran su aspecto original, sin asfaltar; gran parte del espacio urbanizado ha sido reemplazado por campos de cultivo, y un hervidero de gente pasea por la calle más céntrica del pueblo, contemplando los escaparates de la panadería Sweeney y de la carnicería Parka. Los hombres lucen sombreros, las mujeres van con vestidos. Un poco más arriba, en la misma calle, empieza a repicar la campana de la torre del juzgado... Abro los ojos y me detengo. Estoy delante de la iglesia bautista y, mientras contemplo la fachada,sé exactamente quién soy.
Me llamo Harry Styles y tengo diecisiete años. Esta es mi historia. Prometo que no omitiré ningún detalle. Primero sonreirás. Después llorarás. Que conste que te he avisado..
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Un amor para Recordar (Adaptacion)
RomantikPrólogo: Cada mes de abril, cuando el viento sopla desde el mar y se mezcla con el aroma de las lilas, Harry Styles recuerda su último año en el instituto Beaufort. Era 1958 y Landon ya había tenido una o dos novias. Juraba incluso, que ya se había...