Ella escudriñaba a cada alumno que entraba por la puerta. Puede que aparentemente solo mirara la ventana, pero a esa hora de la mañana la oscuridad del polarizado permitía usarla como espejo. Ella veía a cada uno de sus compañeros entrar, pues como era costumbre, siempre llegaba primero. Una media hora antes que cualquiera de sus compañeros, que llegaban diez minutos antes del inicio de la clase.
Algunos llegaban en parejas, tercias o grupos de siete, pero todos tenían algo en común: ninguno llegaba solo, y ninguno saludaba a la chica que los analizaba desde el rincón, junto a la ventana donde se sentó todo el semestre, que ahora llegaba a su final. La chica jugaba con su lapicero en la mano derecha. Estaba ansiosa por dibujar, aunque hubiera estado haciendo eso hace apenas unas horas, encerrada en su cuarto a las dos de la mañana. Ella era una artista, pero nunca ha mostrado sus habilidades en la escuela, porque le resulta ahora una molestia.
Fue hace años que pasó la experiencia que definió el rumbo de su vida. Era ella en ese momento una alumna de primaria, quien caminaba todos los días hacia la escuela. Había aprendido la ruta, e incluso podría haber recorrido el camino de alrededor de dos kilómetros con los ojos cerrados. Pero un día en particular, encontró que su ruta estaba bloqueada por construcciones. A ella no le gustaban los cambios, pero con gran indiferencia tomó un giro a la derecha para encontrar otra ruta. A pesar de caminar todos los días, nunca se había salido de la ruta que le mostró su madre la primera vez.
En ese callejón que había a la derecha, se encontraban varios puestos callejeros, que nada coincidían con los altos edificios y tiendas de lujo de la calle principal, a pesar de estar en la misma cuadra, a unos pasos de distancia. Ella no era curiosa, no sentía atracción por nada en particular, y no veía a los adivinos con sus bolas de cristal, los chamanes con sus cientos de amuletos para cada mal posible, a los panaderos con las obras maestras que tomaban forma de galleta, a los pseudo médicos que vendían hierbas, pomadas y diversas semillas de plantas que no debían de ser vendidas a nadie. Pero al final de ese largo y estrecho callejón llena de gente que vendía maravillas y pecados por igual, vio ella un artista.
Y por primera vez en mucho tiempo, después de pasar cientos de veces por el mismo camino, ella levantó la vista de la calle y miró con atención a este artista, quien era un anciano, de un tupido bigote blanco, que se difundía con su barba espesa y poco cuidada. El viejo artista, cubría sus ojos con una boina, de color verde oscuro, ahora amarillenta por el paso de los años. El viejo no movía un músculo, en su posición de árabe, a excepción de su brazo izquierdo, que hacía trazos en una libreta que la niña de primaria no podía ver. Pero lo que le dio interés a la niña fueron los dibujos expuestos. Eran dibujos de hombres y mujeres, de diversas formas y posiciones, que solo coincidían un aspecto: estaban completamente desnudos.
La niña, quien era hija de una madre artista, por primera vez se interesó en el arte. Esos dibujos hechos a lápiz, transmitían más emociones que cualquier cuadro de su madre. Eran personas de miles de lugares, cada uno tenía rasgos únicos y transmitían sensaciones diferentes, era una exhibición tan única, que la niña perdió el aliento, y se quedó minutos mirando pasmada los dibujos. Era algo totalmente nuevo para ella, una nueva forma de ver el arte, una manera diferente de vida, un impacto emocional por ver la desnudez explícita en los dibujos, una necesidad de aprender de aquellos cuadros, y dibujarlos ella misma.
Porque era algo que quiso hacer.
Con cada instante que pasaba, ella se convencía más y más que aquello era hermoso, y empezó a anhelar gravemente dibujar como aquel anciano de aquel estrecho callejón. Decidió que era algo que debía hacer. Pero mientras pasaba el tiempo admirando aquellos cuadros, no notó a los tres hombres que se acercaron silenciosamente por su espalda, dejándola sin ninguna salida, hasta que decidieron actuar. Dos hombres le tomaron por los brazos y el tercero le agarró por el cuello y le tapó la boca. La niña abrió los ojos y trató de luchar, pero una niña de primaria nada podía hacer frente a tres hombres fornidos. La niña estaba aterrada, llorando y tratando desesperadamente de gritar, de escapar de todo lo que pensó le podían hacer. Violación, tortura, la muerte fue tan explícita en su imaginación, que dejó una marca de por vida, junto a la belleza que encontró en los cuadros del anciano que seguía dibujando, inmutado por la escena que ocurría frente a sus ojos.
-¿Qué hacemos con esta, Ernesto?
El viejo no levantó la vista, y la chica se espantaba cada vez más, aumentando lo frenético de sus movimientos, sin lograr nada excepto aumentar la fuerza de agarre de sus captores. El anciano por fin levantó la vista, y mostró sus arrugados y cansados ojos azul claro.
-Niña, observa atentamente cómo has cambiado en un solo segundo.
La niña seguía forcejeando, tratando de gritar, pero con sus ojos llenos de lágrimas, notó como el anciano giraba su libreta, y le mostraba un dibujo preciso de la niña, una expresión de tal soledad y solemnidad que incluso la niña se sorprendió de verse a sí misma en ese estado.
-Y ahora debes de regresar con un dibujo cada día, todos los días –dijo el anciano Ernesto con un tono completamente neutral-. Déjenla ir.
Los tres hombres obedecieron la orden de Ernesto, y dejaron a la niña suelta, quien seguía llorando de espanto, pero miraba ahora con atención al anciano y se apresuró a correr sin voltear la vista.
-¡Y recuerda niña, ahora eres mía! –gritó el anciano Ernesto y la niña solo corrió más rápido.
La chica movió la vista lentamente, girando hacia el centro del salón, donde la maestra decía buenos días a la clase, que se había llenado en los últimos diez minutos. Solo faltaba una persona, quien acaba de entrar corriendo al salón, dando un portazo contra la pared. El alumno que faltaba llegaba siempre un minuto tarde, y siempre estaba sudado, pues llegaba corriendo a toda velocidad, para estampar la puerta con la misma violencia todos los días.
-¡Buenos días maestra! –gritó a todo pulmón el recién llegado que tenía el pelo rojizo pegado a la frente por el sudor.
Todos, incluida la maestra y a excepción de la chica de la esquina, lo miraron con una sonrisa. En especial las mujeres, quienes le sonreían como embobadas, o se pasaban el pelo detrás de la orejas, o volteaban la vista, claramente avergonzadas de la presencia del chico pelirrojo. La chica se preparó para las clases, entrelazó sus dedos y recargándose en el asiento tronó su espalda. Desde ese momento, su mente se concentró en las clases, y exclusivamente en las clases.