Nota del autor: Tenéis un enlace adjunto a la historia con una playlist que es una mezcla de música que le pega a la historia junto a lo que creo que escucharía el protagonista. Disfrutad 💜
(Para los de móvil, el link es: https://music.youtube.com/playlist?list=PLHA9JP_yex5lci-bNHNAyFtud4S1vOrRf&feature=share )Hoy es el sexagésimo quinto día de instituto desde las vacaciones de verano. Me pregunto habitualmente si soy el único de mi clase que cuenta estas cosas. También me pregunto si soy el único que escucha a Lana del Rey mientras llora hasta dormirse, si soy el único que no juega a fútbol, si soy el único al que le repelen los deportes de contacto y de equipos. Debo serlo, pues es la única explicación que le encuentro al hecho de no tener amigos. Entiendo que no soy una persona fácil, pero aún así, no considero que sea tan asquerosamente repelente como para no decirme ni hola. No me afecta, estoy acostumbrado. No me afecta, estoy acostumbrado. No me afecta, estoy acostumbrado. Repito esa frase en mi cabeza una y otra vez como un mantra mientras recorro rápidamente, pero sin llegar a correr, los pasillos del instituto, intentando ignorar a todo el mundo. No me afecta, estoy acostumbrado... Pero me afecta. Me afecta el griterío de la gente, y el ruido, y que me llamen maricón a todas horas, y que aprovechen cualquier momento para intentar marcar su territorio como si se trataran de simples perros. No entiendo que insistencia tienen por evitar que me acerque a ellos. No es como si quisiera de todas formas.
Después de unas horas, acaba la escuela y puedo, por fin, irme a casa. Es ciertamente lo que necesitaba después de un día tan largo. Y tan lleno de ruido. Y de luces. Agradezco la calma de mi habitación, es verdaderamente reconfortante sentir las sábanas en mi piel. Si, muy reconfortante. En mi cama no hay peligro. No me juzga por quién me gusta ni por quién no lo hace, ni tampoco por la música que escucho ni por mi carencia de espíritu deportivo. Es como si fuera una entidad gigante que me acoge en sus brazos y me susurra calmadamente que, al final, todo saldrá bien. Todo saldrá bien...
Al día siguiente, me despierto y me doy cuenta de que no cené el día anterior. Y si comí o no tampoco lo recuerdo. Aunque no me importa. Si no les importó a mis padres ni a mi hermano, o al menos no lo suficiente como para despertarme, ¿por qué iba a importarme a mí? Así que me hago la mochila corriendo, me aseo rápidamente y salgo de casa corriendo sin ni tan siquiera desayunar, con la cama deshecha y con un calcetín de cada color. A menudo me pregunto cuál será el motivo de ser tan desordenado. Bueno, no tan a menudo, al fin y al cabo, mi cerebro no suele ser tan funcional como para sobrevivir y pensar en estas cosas a la vez. Ya hago suficiente con ir cada día al instituto sin acabar con todo, me digo a mí mismo. Hablar con uno mismo, una de las mejores herramientas con las que cuento. Si no fuera porque puedo darme apoyo a mi mismo en mi cabeza, seguramente nunca me habría atrevido a hacer nada. No es que haga mucho, pero aún recuerdo como hace dos años contesté a García. Nadie esperaba eso. De hecho, nadie esperaba que tuviera voz, como si de manera inconsciente creyeran que era mudo. Aún así, aquello no acabo bien. Y que al volver a casa me miraran con una amalgama de desprecio y asco en sus rostros no fue precisamente consolador. Cada vez que me vienen alguno de estos recuerdos, me deprimo. A veces me pregunto si algún día llegaré a ser feliz. Todos los influencers del colectivo aseguran que hay salida, que se puede superar, pero luego tienen vídeos llorando y contando sus historias. Vídeos en los que queda claro que no han superado nada, y que en el fondo son infelices. ¿Merece la pena pasar por todo este proceso de continua creación de heridas psicológicas teniendo en cuenta lo evidente que es que lo que te daña no te hace más fuerte? La respuesta obvia parece ser que no, no la merece.
En ese mismo momento, colapsé, no aguantaba tener estos pensamientos una sola vez más. Me derrumbé, caí al más fondo de los abismos, a la más oscura de las tinieblas e inundé el mundo de lágrimas del dolor más puro que puede sentir un humano. Me sentí desgraciado, confuso, desquiciado. ¿Por qué, de entre todas las personas, había de ser yo la oveja negra? ¿Cómo puedo deshacerme de la marca invisible que parece indicar a todo quien me rodea que soy diferente, que me merezco su odio? Volvió a mi mente la idea de acabar con todo esto, más tentadora de lo que nunca había llegado a ser.
Ya tenía todo listo. Un arcoíris de colores formado por pastillas de todo tipo colocadas arbitrariamente sobre la mesa de la cocina. Nunca he sido capaz de tragar pastillas, así que primero las trato de reducir a pequeños pedazos. El sonido del mortero golpeando la tabla de cortar con varias pastillas encima se expande por la habitación al compás de mis latidos, que resuena en mis orejas debido al nerviosismo. Recojo el polvo, ahora marrón grisáceo debido a la mezcla de colores de los diversos fármacos, y me lo introduzco en la boca. Sabe a rayos, pero me niego a escupirlo. En su lugar, lo trago todo con ayuda de un vaso de agua, y voy a mi cuarto a dejarme abrazar por mi cama, que me acepta, por última vez.
