Mi Alicia

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Acaricié levemente los anillos del dedo anular. El de matrimonio primero, todo liso e inmaculado, y el de compromiso después, con el pequeño diamante rasgándome suavemente la yema del índice.
Ni que decir tiene que no estaba escuchando las conversaciones de mi alrededor; probablemente hacía horas que no abría la boca ni movía los labios. Quizás hacía incluso días que mis cuerdas vocales no vibraban... Des de que me dijeron que mi Antonio se había ido, nada había sido capaz de sacarme del trance. Sentía como si una armadura muy gruesa y pesada me aislase de todo el contacto ajeno, me movía lento y mal, el sonido de las voces llegaba como distante y amortiguado, y las caricias eran simplemente imperceptibles. Notaba una angustia enorme en el pecho que se alimentaba de mi propio embotellamiento; me la imaginaba con la boca irregular abierta, con muchísimos dientes y una sonrisa macabra, con dientes afilados, mientras se comía mi corazón, mirándome divertida. Como la odiaba. Sentía miedo, sentía tristeza, estaba confusa. Una parte de mí aún no se creía que mi Antonio no fuese a entrar por la puerta de la sala del velatorio en cualquier momento para irnos a casa a leer, o para dar una vuelta por el pinar, o para simplemente llegar a casa, ordenar, limpiar y meternos en la cama. ¿Cómo podía ser que no estuviese ya conmigo?
Dejé de tocar los anillos y levanté la vista del suelo, mirando el reloj. Aún quedaban un par de horas de velatorio, y a mí me parecía que todos llevábamos días ahí metidos, como peces exóticos nadando en círculos, todos disfrazados de duelo, en un acuario demasiado pequeño. Necesitaba que todo el mundo se fuera. Yo no quería irme, quería que el resto de gente pensase en que quizás querría estar sola, que se fuesen sin siquiera despedirse, sin mirarme. Me daba igual, necesitaba aire, que toda esa gente dejase de robarme el oxígeno para mantener esas conversaciones absurdas y forzadas.
Me obligué a respirar hondo, y me removí un poco en el sofá. Las miradas se posaron sobre mí al instante, todo el mundo estaba esperando a que necesitase algo para dármelo, como si estuviese hecha de cristal delicado, como si no hubiera sido yo la encargada de enseñarles a la mitad de ellos a ser fuertes.
Odiaba las miradas de pena, los murmullos, las sonrisas falsas, las cejas juntas... odiaba que todo el mundo quisiese agarrarme la mano, que intentasen reconfortarme, que me mirasen más de la cuenta. ¿Por qué no podían dejarme en paz?
No quería palabras de ánimo, ni de consuelo, ni sus "más sentido pésame". Yo quería que me dejasen tranquila.
Vi como se acercaba Carmen, mi mayor, con ganas de hacerme una pregunta; sus cejas eran diferentes cuando quería ofrecer algo y cuando quería preguntar algo, pero giré el rostro y no se acercó.
Todo el mundo me miraba con pena, con tristeza, y sin disimulo... realmente me compadecían y no se esforzaban en ocultarlo. Estaba a punto de volverme loca.
De repente, sin saber bien por qué, sentí que el aire pesaba menos y se movía más, como si una brisa suave acabase de acariciar la sala entera y hubiese removido toda la densidad de la muerte.
Me giré hacia la puerta por pura intuición.
Y entonces la vi.
Dudé de si aquél rostro surcado de arrugas era el suyo, si realmente no la estaba confundiendo.
Pero aquellos ojos, y esa barbilla puntiaguda, y esa nariz tan pequeña.
Era ella.
Alicia.
Mi Alicia.
Ver aquellos ojos de color miel fue como una caricia de aire frío en los pulmones. Sentí un beso en el alma y otro en el centro del pecho, y la armadura se oxidó y se descompuso a mi alrededor cuando nuestras miradas se encontraron y me sonrió con dulzura y tristeza.
¿Cómo podía ser que estuviese allí?

"Desearía que nos hubiésemos reencontrado en otras circunstancias", le había dicho, y ella se había reído con la misma risa melosa de hacía cuarenta años.
Las primeras palabras que pronunciaba en días. Y las primeras que le dedicaba a ella en años.
Sus abrazos seguían siendo igual de profundos y suaves, igual de sanadores y tiernos. Sentí todo el amor del mundo rodearme con su toque.
¿Cómo podía ser que estuviese aquí?
Pasado el momento más emotivo del reencuentro, todos mis hijos preguntaron, solo el mayor se acordaba de ella, pues era el único con edad suficiente cuando ella aún estaba viviendo aquí. Alicia y yo nos habíamos conocido en el hospital justo después de dar a luz, y habíamos decidido recuperar la forma juntas. Ella era madre primeriza, yo ya tenía a mi Miguel desde hacía un año y poco, así que me pedía consejos y ayuda cada vez que salíamos a correr, que era cada mañana.
Quedábamos delante de su portal y nos íbamos directas al bosque que había cerca, subíamos por el camino de la masía, rodeábamos un par de campos, hacíamos la subidita y luego la mayoría de veces volvíamos caminando. Recordé como nos moríamos de frío a primeros de año (y como me reía yo de lo roja que se le ponía la nariz), recordé como cogíamos moras a la vuelta cuando empezaba el verano y empezábamos a volver sudadas, recordé también la cara que puso cuando le enseñé lo que eran los madroños, y la cara que puso al probar uno. "Me encantan, están dulces y cremosos, pero la textura de la piel me da ganas de arrancarme la lengua, ¡parece que esté besando a un gato!", dijo, lo recuerdo bien.
-¿Cómo están Francisco y los niños?- le pregunté mientras me ponía un vaso de café en las manos; me quemé al instante, porque el vaso era de cartón fino. Sus manos seguían igual de chiquititas y suaves.
Recordé como me estrechó la mano derecha entre las suyas el día que me dijo que se iba a ir a Sevilla a vivir. Recordé su suavidad y su tibieza, y sus ojos de color miel mirándome hondo, preocupados. Recordé sus labios pequeños y rosados pronunciando las palabras "me voy". Se me rompió el corazón un poquito.
-Bien, bien, estamos pendientes de que le quiten un par de lunares un poco extraños, pero nada peligroso- comentó-. Y los niños... bueno, ya no son niños, Mari.
Nos pusimos un poco al día mientras nos mirábamos emocionadas, a veces nos quedábamos en silencio, mirando a la misma pared, y luego nos reíamos. Había tantas cosas que contarnos... y tan poco tiempo... suspiré y la miré.
Ella no se había encogido tanto como yo, y se movía con algo más de agilidad, como si las articulaciones simplemente trabajasen como tocaba y no le dolieran. Llevaba el pelo corto, totalmente blanco, y con un poco de tinte azulado residual. Me dieron ganas de acariciarlo.
-Te había echado tantísimo de menos- murmuró de repente, y yo me quedé congelada. Me daba miedo respirar y que se esfumase delante mío, como si estuviese hecha de polvo. Me miró con los ojos aguados.
-Y yo a ti- dije, rindiéndome a la ternura. Nos volvimos a abrazar. Esta vez con prisa, con ansia, con necesidad. Con ganas de aferrarnos a los brazos de la otra.
Este tiempo no había notado que nada me faltase, y había tenido una vida muy plena y feliz, pero volver a tener a Alicia tan cerca mío... sentí que algo dentro de mí, que llevaba años congelado y cogiendo polvo, volvía a girar. Noté un calor suave en el centro del pecho, y me dieron ganas de llorar. Alicia había venido a verme, estaba aquí, delante mío, y podíamos reírnos y abrazarnos y querernos como lo habíamos hecho cuando apenas teníamos veinte años.
Recordé las mañanas corriendo al sol, los días huyendo de la lluvia, los desayunos y las meriendas en su casa, recordé su sonrisa, sus llantos, sus cejas preocupadas, sus bizcochos siempre quemados, los libros de poesía que siempre llevaba consigo en el bolso, sus ganas de ir cada viernes a bailar... como la había echado de menos.
A mi amiga, a mi alma gemela, a mi otra mitad.
Maldito fuera el dios que había querido separarnos.
Pero ahora estaba ahí, sentada bien cerca mío, podía sentir su calor y oír su respiración, estábamos vivas juntas, y todo lo que habíamos sentido y vivido estaba ahí, flotando entre nosotras, acariciándonos.
Había echado de menos su gentileza, la manera que tenía de hacerlo todo más ligero, la comodidad y la amabilidad que profesaba. Había echado de menos su voz, su risa, su respiración, sus movimientos, su forma de acariciarse las uñas cuando no sabía qué decir, sus manos pequeñas y fuertes...
Nos quedamos un rato ahí, en silencio, sintiendo simplemente la presencia de la otra. Existiendo juntas. Cómo había extrañado tenerla cerca y saber que estaba a mi lado y poder compartir espacio con ella...
Suspiré levemente.
-Me sabe mal no estar más habladora...- comenté.
-Como si hiciera falta hablar- me cortó ella de forma suave, me miró con ojos amables y decidí que estaba tan enamorada de ella como el primer día.
Me cogió la mano y me la estrechó, y me miró con esa gentileza y ese amor tan suyos. ¿Cómo podía ser que hubiéramos dejado de escribirnos?
Se me pasó por la cabeza la vez que le hablé a Julia, mi nieta mayor, de ella; le había dicho que si me gustasen las mujeres me hubiera enamorado de ella, y estaba equivocada. Yo ya estaba enamorada de ella, no como te enamoras de la persona con la que te casas y tienes hijos, sino de la misma forma en la que te enamoras del mar y de los jazmines.
Ay Alicia, mi Alicia, cómo la había extrañado.

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