Capítulo 8

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Cuando era pequeña, en vida de sus verdaderos padres, Bisila asistía a las cenas de gala, a las fiestas y a los bailes que se organizaban con frecuencia en la realeza yoruba

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Cuando era pequeña, en vida de sus verdaderos padres, Bisila asistía a las cenas de gala, a las fiestas y a los bailes que se organizaban con frecuencia en la realeza yoruba. A sus padres les encantaba formar parte de ese tipo de eventos. Sin embargo, no recordaba la última vez en la que había hecho algo diferente de su trabajo. Las fiestas a las que había asistido le parecían muy lejanas. 

Esa noche estuvo sentada varios minutos en la cama de su pequeña habitación, con la vista clavada en el reloj de la pared. Eran casi las diez. La hora en la que Samuel la había citado en la azotea de la mansión, se lo imaginaba ilusionado y esperanzado. Rodeado de músicos contratados para esa fiesta privada y con una gran mesa repleta de viandas a las que ella jamás había tenido acceso. ¿Samuel no comprendía que su relación era imposible? No era la primera vez ni sería la última que una relación de esa índole se daba a lugar, pero sí era imposible que se casaran. 

Además, tenía miedo de que Dassy y Samuel se enfadaran y la echaran, tal y como habían amenazado con hacer si no se alejaba del señorito. Definitivamente, no. No iba a asistir. Suspiró y se puso de pie, preparada para quitarse la ropa, ponerse el camisón y dormir. 

Unos toques en la puerta, sin embargo, le hicieron saber que sus sencillos planes para esa noche no saldrían bien. Tragó saliva, pensó que sería Samuel y decidió no contestar. 

—Bisila, soy yo: Katty —oyó la voz aguda de la señorita y corrió a abrirle la puerta. Si algo sabía de esa mujer era que no convenía disgustarla. La hermana de Samuel, hija del Duque, era exigente. Solía enfadarse con facilidad y no tenía el menor reparo en montar una escena si lo creía necesario. 

—Miladi —reverenció al verla cargada con un vestido y una maleta—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí, a dejar sus miedos atrás —replicó ella y pasó a la habitación sin preguntar. Claro que no necesitaba el permiso de Bisila porque todo cuanto había en esa casa era de su propiedad. 

—No comprendo...

—Lo comprende perfectamente, Bisila. La he visto, ¿de acuerdo? He visto como mira a mi hermano. No es necesario que hablemos con preámbulos. 

¡Dios Misericordioso! No supo donde esconderse. ¿Si ella lo sabía significaba que el resto de la familia Raynolds también? No, si los señores lo supieran ya la hubieran echado de esa casa. Las palabras de la señorita, por otro lado, fueron claras y directas. —No es lo que piensa... 

—Cierre la puerta — la cortó, sin dejarla hablar—. Borre esa cara de miedo, no pienso regañarla por estar enamorada. No piense que solo la he visto a usted... también he visto a mis hermanos y su expresión al verla. Venga, por favor, siéntese aquí —La cogió por las manos y la obligó a sentarse en el borde de la cama—. Sé que no es lo habitual: que una dama ayude a su doncella a arreglarse para una cita, pero me importa un reverendo bledo lo que sea habitual. Si mi hermano es feliz con usted, yo también. Es más, estoy encantada con la idea —parloteó la joven de ojos lilas al tiempo que le quitaba la cofia. La energía de Katty era tan arrolladora que apenas fue capaz de asimilar lo que estaba ocurriendo—. Mi madre emigró a América sin nada, ¿lo sabía? Era pobre, Bisila. Pobre como las ratas. Y trabajó duro en un campo de algodón. Allí los Samuel la ayudaron a que el patrón no la maltratara. Mi madre, con todas sus excentricidades, se ha encargado de enseñarnos que no hay diferencias entre un negro y un blanco. ¿Lo comprende? Una cosa es que usted sea una sirvienta, pero no voy a rechazarla por ello ni por su color. ¿Por qué se está escondiendo?  

Lady Ébano y el DuqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora