La Vereda de la Plaza de los Artesanos

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    Juan es el nombre más común del universo conocido por el ser humano, bien podría ser otro el universo, si es que se encontrara indicios de vida inteligente en otro planeta dentro de algún sistema solar que forman cada una de las miles de millones de estrellas dentro de una de las miles de millones de galaxias que comprenden el universo visible desde nuestro grano de arena, a quién pomposamente llamamos Tierra. Juan sabe que su nombre es muy común y que se podría perder en el recuerdo de cualquiera que lo hubiera conocido tiempo atrás, es por eso que duda en cruzar la calle y meterse en la plaza principal de la ciudad para acercarse a hablarle a María. Imagina también, por el contrario, que: así como él se acuerda de ella, ella se debe acordar de su cara de la misma forma que él la imagina, porque al fin y al cabo uno no cambia mucho en veinte años, sobre todo si esos veinte años son la segunda veintena de la vida. No es lo mismo recordar a alguien veinte años después de los cinco años, la fisionomía cambia totalmente porque se pasa de ser un niño a ser un adulto, pero de los veinte a los cuarenta la deformación no es tan hostil en la cara de los humanos. Piensa en eso mientras se mira en la pantalla de su teléfono celular, camina pero cuando está a pocos metros de ella se detiene, se queda inmóvil, justo sobre la vereda de los puestos de artesanos, dónde mucha gente se reúne para dar la vuelta del perro de la ciudad y compartir chismeríos varios, justo ahí se queda petrificado, como una esfinge, como un perro cazador que ha dado con una presa, con los ojos sin pestañear y la nariz estoica esnifando el humo de un palo santo que una artesana acaba de encender y vuelto a apagar. No es el viejo recuerdo de un viejo amor de su primera juventud lo que le impide avanzar, sus piernas no se acobardan a ir contra el tiempo y mirar a los ojos a ese viejo amor por el que luchó ya de pequeño, no siente nostalgia por esa mujer primera que lo abandonó para irse con otro, tampoco lo aterran los recuerdos de la conquista del primer amor, allá por los doce años, cuando por ser nuevo en la villa, y por vaya a saber que rituales del barrio, tuvo que batirse a piñas con una decenas de pibes que, cual corte medieval, servían como prueba para ser digno de salir con María, la Helena de aquel asentamiento olvidado por el municipio radical que gobernaba la ciudad en los noventa. No, lo que lo detenía fue ver la figura de Omar, el turco, por detrás de la de María, aquel ser que conquistó a María y significó que él no fuera nunca más correspondido por ella. El turco estaba igual que siempre, no había una arruga en su cuerpo, tenía los brazos firmes y mantenía intacta la joroba que le sale a aquellos tipos que son como búfalos, tipos duros que son prácticamente imbatibles. A pesar de las dos décadas transcurridas, en las que él escapó en tren hacía Buenos Aires para cambiar de vida y para olvidar todo ese dolor dentro suyo, el corazón destrozado por María y el alma rota por el Turco cuando le dio la mayor paliza recibida en toda su vida. Apenas le habían quedado fuerzas para sobrevivir y huir durante unos largos veinte años, volvió creyendo que ya todo era parte del pasado pero no, el tiempo no había curado el temor que sentía hacía aquel hombre formidable.

Una voz lo llamó por su nombre, ella lo había descubierto entre el gentío mientras él se hacía el desentendido porque logró darse cuenta que, después de veinte años aún lo cobijaba el mismo amor hacía ella y el mismo temor hacía él. Ella lo tomó del brazo y él puso cara de no comprender que sucedía, ella le pregunta si no se acuerda de ella, él simula un pensamiento en búsqueda de recuerdos y después se lleva las manos falsamente a la boca abierta de una forma más irreal todavía. Le dice que si, que como no se va a acordar de ella mientras con el rabillo del ojo observa que el turco no haga ningún movimiento peligroso, nada, no hace nada, y sigue sin hacer nada durante los siguientes segundos en el que él siente que el tiempo se detiene. El turco se queda mirando con cara tímida como se encuentran esos dos que se ríen como marmotas, después María lo toma del brazo y lo acerca a la charla, le dice a Juan que ese es su Brian, su hijo, da un manotazo más hacía atrás y trae consigo, con una habilidad de pescador, a otro joven un poco más pequeño al que presenta como su otro hijo Kevin. Hay algo que decir sobre las mujeres adolescentes de los noventas en Argentina, ellas fueron las impulsoras de un gran cambio cultural en el país, gracias a ellas hoy hay infinidad de chicos, casi adultos, que se llaman Kevin, Brian, Katherine o Dylan. Antes de eso todo era una hegemonía de nombres como Nicolás, Sebastián o Maximiliano, ellas dieron el batacazo en la sociedad e hicieron el único cambio que esa generación logró, además de ser parte del renacimiento de la militancia política como nunca se había visto desde antes de la dictadura y mucho menos se vio después, ya en democracia.

Juan los saluda a ambos y luego vuelve hacía María, que le dice que tiene otra nena, Katherine, que se quedó en su casa con su padre. Le pregunta si aún vive en el mismo lugar y le responde que sí, a la vuelta de donde era la casa de Juan en ese entonces, se ponen al día con cosas que aburren a sus hijos, tales como el recuerdo de nombres y personas que Juan no recuerda porque nunca más volvió a cruzarse con nadie y mucho menos se puso a pensarlos, Brian y el otro, Kevin o Dylan, deciden irse a simular interés en los puestos de artesanos después de que María los abrumara diciéndoles que Juan y ella eran novios de jóvenes. Juan sonríe con un gesto que mezcla incomodidad y timidez cuando María le pregunta si se acuerda de esos tiempos, María insiste y Juan le dice con desdén que no lo recuerda. Ella se indigna, le dice que es imposible que no se acuerde si él le había dicho que ella era el amor de su vida,

- ¿Te acordás que me decías eso, Juan?

Juan asiente levemente sin decir nada, su respuesta puede ser cualquier cosa, una afirmación o un bamboleo de su cabeza sin sentido. María lo mira tenazmente, sus ojos se llenan de lágrimas que disimula cuando uno de sus hijos se acerca a pedirle dinero para comprarse una pulsera con los colores de Jamaica. Después vuelve a levantar la mirada buscando los ojos de Juan que miran hacía el frente como sólo un hombre con veinte años de dolor puede hacer. María lo toma de la cara y lucha contra Juan que intenta zafarse sin lograrlo ni quererlo del todo.

- ¡Perdoname Juan, perdóname! Sos el error más grave que cometí en mi vida, te busqué todos los días de mi vida, todas las navidades, todos tus cumpleaños, me leí todos los libros de los que me hablabas y me fui convirtiendo en una persona que no sentía que debía estar dónde estaba. Mis hijos salieron de mi pero no eran del todo mis hijos, eran hijos míos que tenían un padre que no era el que yo quería, todo sucedió de una forma que no era la que había imaginado.

- Ya está María, no hace falta que hablemos de eso. – La interrumpió Juan. – el tiempo curó todos los dolores que sentí.

- ¡Perdoname Juan, perdóname!

María llora desconsoladamente en el brazo de Juan, los hijos se acercan a ver que sucede, Juan hace un gesto de incredulidad con su cara, el desconcierto reina en todos, en la muchedumbre que deja de comprar baratijas para ver qué es lo que sucede con esa gente que hace escenas teatrales una mañana de verano en la ciudad, todos estiran el cuello para ver si es verdad que ese tipo le hizo algo a esa mujer y sus hijos, nadie parece entender nada, todos están desconcertados, todos menos el turco, visiblemente alcoholizado, que aparece desde atrás y le rompe una botella a Juan en la cabeza. Juan cae con los ojos abiertos mirando hacia adentro, expresión con la que muchos dicen que ya estaba muerto antes de recibir el golpe, otros dicen que aún vivía cuando María continuaba gritando y llorando.

- ¡Perdoname Juan, perdoname!

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⏰ Última actualización: Jan 28, 2022 ⏰

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