-Parte 1-

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Los elfos siempre dijeron que la melodía de la naturaleza era hermosa, irrepetible, que no había flauta que le hiciera sombra a la brisa que hacía danzar las hojas de los robles, o de los peces saltando en el cauteloso río.

¡Mentiras! Todas eran tan solo mentiras de esos orejas de cuchilla. Si la gente pudiera escuchar los gritos de guerra, oh, por la Antigua Roca que me protege, hasta el elfo más recto alzaría la jarra de cerveza, o lo que fuese que tomaran. Probablemente néctar de flores y ese tipo de cosas dulces; de seguro no tienen estómago para las cosas fuertes.

Pero así es la guerra. Es un coro de gargantas que se alían y se destruyen entre sí, luchando por cual grita con más fuerza. ¿Y las espadas? Oh, esas malditas espadas, chocando entre sí como bueyes salvajes.

—¡Berglar! ¡Berglar! —oh, no, otra vez esa maldita humana — ¡Berglar! ¿Estás tomando? —me preguntó, con esa vocecita aguda que poseen los humanos.

—Por las barbas de mis antepasados, Elodith, ¿es que los humanos ni siquiera dejan disfrutar de la guerra? —y di otro sorbo a la vez que jugaba con mi hacha, mi vieja amiga, mi compañera de batalla. Eructé, una, dos veces. Quizás tres.

—¡Pero estas herido! —lloriqueó. ¿Cómo es que dejaban a alguien tan débil luchar?

—No, Elodith. Un enano nunca está herido —espeté. ¿Se lo creerá?

La humana se quedó observándome, creo que analizando si lo que dije era cierto o tan solo le estaba tomando el pelo. ¿Acaso no son divertidos los humanos? Pero entonces, con voz seria dijo:

—Te estás retorciendo de dolor y lo intentas disimular bajo esa sucia barba de enano.

—Esta barba sabe defenderse mejor que todos los humanos juntos, y ni siquiera está viva —y me zampé otro delicioso sorbo de... ya me olvidé. Algo. Fuerte.

Me miró, sonrió, y se marchó, no sin antes gritar, o quizás pronunciar en un gemido, porque los humanos no saben gritar:

—¡Te espero con los demás!

La batalla había cesado por el día. Íbamos ganando, pero a gran costo. Sin embargo, aún con tanta sangre derramada, sin agua con la que poder lavarnos la sangre de nuestros enemigos, de nuestros amigos, de nuestros aliados, podíamos jurar que ninguno había muerto en vano. Enterraremos sus cuerpos, y serán enviados nuevamente hacia la Antigua Roca y recibidos por su heroísmo; incluso aquellos que nos dieron la espalda a nosotros, a nuestra libertad. Beberemos en sus nombres, incluso los de aquellos que no conocíamos. Chocaremos nuestras jarras, por la victoria, y por la derrota de no poder sumar una jarra más. Se fueron hermanos, y mañana por la mañana se irán más, pero seguiremos brindando por ellos. Enviaremos sus filos a sus familias, y si no las tienen otros guerreros poseerán el honor se cargar con el arma de un héroe. Y viviremos hasta que la batalla nos vuelva a llamar.

—Y la humana se preocupa sólo porque estoy herido —dije en voz baja antes de beber otro sorbo y comenzar a caminar detrás de Elodith, quien iba vestida con montones y montones de telas. ¿Y a eso le llaman armadura?

Elodith es una hechicera, o bruja, o cosa que hace más cosas con las manos. Me sorprende que una hembra tan menuda pueda hacer que otras cosas exploten con esos dedos huesudos. Si pudiera resumirla sería: Cosa que hace cosas a otras cosas.

A su manera humana, creo que es asombrosa. Estúpida, pero asombrosa. No nació para la guerra, ni ella ni muchos otros. Pero los humanos actúan diferente a nosotros: ellos luchan, pero su forma de abrazar la batalla tan solo implica entregar su cuerpo; mover brazos y piernas de la manera más salvaje y violenta que puedan. Eso no es luchar.

Elodith hace otras cosas: ella mueve las manos, y también su cabeza. Pero no lucha. Se defiende, me defiende, defiende a otros, pero no lucha. Estoy seguro que si le diera mi hacha -que nunca lo haré-, la dejaría caer contra el piso como si se tratara de un mero saco de trigo. O la haría explorar; ya saben: cosa que hace cosas a otras cosas.

Pero la respeto. Puedo ver que ella no quería venir. Sin embargo está aquí, y se mantiene mientras ayuda a otros a protegerse tanto el cuerpo como la moral. Hay voluntad en ella, una tan fuerte como mi voluntad por intentar seguirle el paso. Malditos humanos, ¿Por qué tienen que tener las piernas tan largas?

—¡Elodith! ¡Espera! ¿Quieres escuchar la historia del enano de cien cabezas? —le grité, intentando hacer que aminorara el paso. Lo hizo, con sonrisa maliciosa.

—¿Enano de cien cabezas? Apenas pueden soportar una —respondió. Maldita zorra, me cae bien.

Fuimos discutiendo todo el camino hasta donde se encontraban nuestros amigos, que eran unos diez en total, o por lo menos eso calculó Elodith; hasta donde mi memoria me podía informar ninguno era mi amigo, o quizás sí, pero es difícil de decir. No podía recordar si alguno me había invitado una jarra, y ninguna amistad es amistad si no te invitan una ronda de alcohol.

Nos sentamos en la tierra fría y seca, abrazados por el calor de las llamas. El sol se estaba ocultando, y a mi alrededor estaba rodeado, simplemente rodeado. Había gente riendo, jugando, durmiendo, muriendo, llorando, en silencio, murmurando. Al menos eso lo podíamos compartir todos: después de la guerra todos nos descompensamos.

—¿Estofado? —sentí una voz detrás de mí. Cuando me di la vuelta era una enorme bestia peluda y con cuernos: un minotauro, uno que de hecho se me hacía bastante familiar.

—Yo te conozco —susurré, o al menos eso creo. El minotauro me miró con aquellos ojos oscuros, y después de unos segundos volvió a hablar.

—Berglar, ¿estás bebiendo?

—¡Thargva! Sabía que eras tú —exclamé. Sabía que tenía un amigo peludo y con cuernos además de Garvín, mi primo que ama usar yelmos con cuernos.

Y así fue pasando el rato. El alcohol iba haciendo efecto: ya no solo eran amigos, ahora eran hermanos. Éramos todos una gran familia, dispuestos a morir cuando el coro de la guerra nos invocara. Por las barbas de mis antepasados, ¿Quién me perdonará por decir que un humano era mi hermano? Peor aún, la torpe de Elodith, ¿Cómo pude decir que ella era como mi hermana? Merezco que me corten la barba.

Pasó todo. Pasó el tiempo, la culpabilidad, el atardecer se volvió noche y lo último que vi antes de sucumbir al cansancio fue una estrella fugaz roja. Tan solo espero que no sea uno de esos presagios de los que la Cosa tanto habla.

Oh, escuchen: alguien está vomitando otra vez.

La Última BatallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora