-Parte 2-

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¡Nada más hermoso que despertar con el sonido de los cuernos de guerra! ¡Dulce melodía para mis enanos oídos! Al parecer a los humanos no les gusta tanto, y los elfos dudo que hayan dormido. Agradezco a la Antigua Roca por dejarme ser enano: los humanos son inútiles, los elfos... elfos. Desayuné el hermoso néctar enviado por los dioses de la Antigua Roca: vino; entonces, como cada mañana hacía desde hace treinta años, afilé mi hacha. Cuando terminé la dejé junto a mi escudo, el cual reposaba sobre una roca, dejando ver la torre dorada que se encontraba en el centro. Representaba a mi clan, llevaba nuestra heráldica; moriría por él.

—Hola, Berglar —otra vez esa voz chillona.

—¿Sabes el placer que me da verte despierta tan temprano, Elodith? —respondí mientras bebía vino.

—Espero que no tan pequeño como tú.

—Esperas mal —y entonces, me voltee a verla. Tenía unas ojeras enormes, los ojos inyectados en sangre y unas bolsas gigantescas debajo de los ojos: no solo no había dormido, sino que había llorado gran parte de la noche. ¿Ella tenía miedo? Sí, era obvio. Todos tenían miedo.

Volví a beber, no hablé. Si me saludaban tan solo hacía un leve movimiento con la cabeza, pero la realidad es que nadie quiere romper el silencio. Nadie.

Esa mañana hacía más frío de lo habitual, incluso de mi barba colgaban pequeños restos de escarcha que se me habían formado durante la helada de la primera hora de la mañana. Estaba sucediendo lo que más odiaba: mi barba arruinada justo antes de la guerra. ¿Quién quiere luchar con una barba arruinada? De seguro los elfos, porque esos locos ni siquiera tienen una. Me pregunto cómo es que conquistan sus mujeres sin una barba.

Caminé, porque lo único que se puede hacer es caminar, beber y comer antes de la guerra. Bueno, Elodith hizo otras cosas. Al final no es tan inocente como creía.

Cogí un trozo de queso masticado que me encontré a mitad del camino y seguí caminando. Poco a poco me fui alejando hasta llegar a una roca que quedaba justo al comienzo de una pendiente en la tierra. Allí la vista era perfecta. Se podían ver las Montañas Nevadas a lo lejos, junto con los pinos que justo aquí no había. En mi tierra eso no era posible, y es quizás la única cosa que envidio del exterior: la vista. Mordí mi queso y lo tragué con dificultad.

—Esta mierda está más dura que mis huevos —y pensé en escupirlo, pero soy un enano, tengo dientes de enano, y el sabor de este queso estaba hecho para los enanos. Glorioso.

Y me quedé allí, por minutos; varios. Ojalá hubiesen sido horas. 

La Última BatallaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora