Luz Infinita

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La tierra había cambiado. Era más húmeda, más blanda y más oscura que la última vez que la vi. Varias briznas de hierba se abrían paso irguiéndose y saludando al cielo, acariciando su cuerpo con timidez. Varias setas de color terroso brotaron de forma aleatoria, expulsando sus esporas en su danza de apareamiento con el viento. El puñado de rocas, piedras y guijarros que salpicaban el suelo a su alrededor se habían cubierto de musgo como si trataran de ocultar su dureza. Los dientes de león dejaban escapar sus vilanos, formando una pequeña y esponjosa nube que se arremolinaba a su alrededor. Un manto de amaryllis despertaban de su letargo, mostrando su nívea belleza al mundo. Todas apuntaban a ella, que descansaba en medio de toda esa vegetación recién nacida.

Dalia, mi querida palmon.

—Oh, mi Dalia, ¿por qué? —Me dejé caer sobre las rodillas y miré sus grandes ojos, dos profundos estanques en los que ya no me podré sumergir—. ¿Por qué tú? ¿Por qué nosotros? ¿Por qué no viniste conmigo esta mañana? ¿Por qué eres tan cabezota y tan terca? —La voz se me empezó a quebrar—. Habría sacrificado a toda la aldea de Ogigia si con ello me hubiera asegurado de que tú permanecerías a mi lado. ¿Qué voy a hacer ahora, Dalia? Todos han desaparecido o se han sacrificado, en vano, junto a ti. Ogigia ya no existe, nuestro hogar está...

Terminé de romperme encima de ella. Hundí mi cara contra su pecho. Olía a tierra mojada, a flores, a salitre. Seguía estando allí, seguía siendo ella, aunque ya no hubiera nada en su interior, aunque solo fuera un cascarón. Dalia permanecía ahí, creando vida aún tras su muerte.

—Tendría que haber estado aquí contigo, a tu lado. Debería haber sido yo quien hubiera plantado cara a aquellos humanos de ropajes blancos. —Mi voz no era más que susurros interrumpidos por sollozos—. Soy yo quien debería estar muerto.

Grité de forma instintiva contra su pecho humedecido por mis llantos. Mi garganta se transformó en furia. Mis pulmones ardieron, pidiendo auxilio.

Pasé una mano por debajo de su cabeza, con cuidado, procurando no ser brusco. Con la otra rodeé su cintura y me incorporé, fundiendo su cuerpo contra el mío en un abrazo amargo.

La nube de vilanos nos rodeó bruscamente. Se me enredaban en el pelo, me hacían cosquillas en la nuca, giraban alrededor de mis piernas tan rápido que no me daba tiempo a seguir su trayectoria.

Las amaryllis, antes abiertas y espléndidas, se habían vuelto añejas. Su color blanco se había tornado grisáceo; sus pétalos habían perdido su orgullo y se habían deshinchado, flácidos, carentes de energía.

—La tierra ruega por ti, mi luz.

Dalia. Mi Dalia. El ser que me enseñó lo que era ser querido. Nunca imaginé que aprendería a amar. A mí, un lucemon que estaba predestinado al caos y a la destrucción. A mí, que decidí alejarme de todos los sentimientos y seguir el destino que habían tejido las moiras para mí. Y tú deshilachaste mi tapiz, hilo a hilo, enseñándome que los colores no estaban escritos, que las sombras no siempre son oscuras ni las luces, brillantes.

Y ahora te has ido. ¿Qué voy a hacer yo? ¿Qué voy a hacer sin ti? ¿Qué sentido tiene mi vida si no es para dedicártela? ¿Por qué te has tenido que ir? ¿Por qué no puedes volver conmigo...?

Las moiras.

Ellas tejen el tapiz de la vida. Ellas tienen control sobre el inicio, sobre el final y sobre todo lo que hay en medio. Sí, ellas sabrán cómo traerte de vuelta a mi lado. Estoy seguro. Debo estar seguro. Tu tapiz no puede haber terminado. No puedes irte así. No me puedes dejar solo.

Acosté el cuerpo de Dalia sobre mí, extendí mis alas y alcé el vuelo rumbo a Tapíseri, el hogar de las moiras, dejando atrás aquel oasis de vegetación recién nacida.

—¡Cloto! —exhalé al posar mis pies en el suelo.

Una anciana coronada por un moño ceniciento ofrecía a sus hortalizas su hidratación necesaria con la ayuda de una regadera. Se dio la vuelta en cuanto me escuchó. Sus ojos, antaño vivaces, se escondían tras su flequillo. Me dedicó una sonrisa compasiva.

—Cloto, debes ayudarme —supliqué. Miré hacia abajo, hacia aquella digimon verdina que descansaba en mis brazos, y volví a la anciana—. Por favor.

—Mi pequeño y dulce Einsel. —La moira soltó su regadera, derramando su contenido y comenzó a caminar hacia mí con zancadas cortas—. Ojalá pudiera.

Mil agujas en mi estómago. Mil agujas me habrían dolido menos. Y otras mil seguirían siendo un alivio. ¿Acaso no volvería a escuchar su voz? ¿No podría volver a sentir su calor?

—Por favor —repetí.

—Querido —posó sus dedos nudosos y llenos de callos sobre mi antebrazo, su sonrisa amarga y su falta de sorpresa en su voz demostraban que era conocedora de lo que había ocurrido en Ogigia—, los digimon somos infinitos, pero no de la forma en que nos gustaría.

—¿Infinitos? —pregunté esperanzado—. Entonces, ¿sí puedes hacer algo?

—Podemos —corrigió—, pero no volverá a ser Dalia. Ven, sígueme.

Obedecí sin dudarlo. Mi entendimiento no llegaba a descifrar las últimas palabras de Cloto, pero necesitaba ir. Cualquier cosa era mejor que privar al mundo de su existencia. Mejor dicho: yo no puedo vivir en un mundo donde ella no estuviera.

Llegamos a la base de un gran sauce que cubría la aldea de Tapíseri con su cortina de ramas alicaídas, proporcionando sombra y humedad a sus habitantes.

—Posa su cuerpo ahí —indicó con la mano—, entre el raigambre de Yggdrasil.

Y así lo hice. Avancé hacia el majestuoso árbol y coloqué el cuerpo de mi pequeña palmon en el suelo, con la cabeza apoyada en una de las raíces. Al levantarme me fijé en la serenidad que reflejaba su rostro. ¿Tan poco te importó morir? No, no es que no te importase, es que lo hiciste siguiendo tus ideales, ¿verdad? Tú misma decidiste quedarte y luchar, sabiendo lo que iba a ocurrir. De ahí tu paz, de ahí tu calma. Siempre pensaste en los demás, cómo iba a pedirte esta vez que no lo hicieras.

La tierra a su alrededor se abrió. Me alarmé y quise ir en su rescate, pero la anciana agarró mi brazo.

—La tierra reclama a su hija.

Las palabras de Cloto me tranquilizaron, pero no lo suficiente como para evitar que empezase a temblar. ¿Era esto miedo? No sabía qué estaba ocurriendo, no sabía si volvería conmigo, pero, de no ser así, solo podía pensar en las ganas que tenía de seguirla allá donde fuera.

El tronco comenzó a emitir un leve brillo, apenas perceptible. Aquella estela se elevó, abriéndose paso entre la corteza, hasta que llegó a una de sus numerosas ramas. El verde aceitunado pasó a un esmeralda candente en cuanto aquella luz lo inundó. La última hoja, la que estaba al extremo más bajo de la rama, empezó a crecer. Cada vez era más grande, más imponente, más pesada. La rama reptó en el aire hasta llegar a unos centímetros de mi cara. Pude ver de cerca que aquello de hoja tenía ya más bien poco.

Era un huevo del tamaño de mi puño cerrado; lo agarré con las dos manos. Al instante dejó de brillar y la pequeña unión que le quedaba con la rama se partió, haciendo que esta saliese despedida hacia arriba, balanceándose, divertida. Miré a Cloto sin entender.

—Es un nuevo tapiz en blanco —declaró la anciana de mirada escondida—. Dalia ha dado paso a una nueva vida con su esencia.

—¿Este huevo es Dalia? —pregunté, incrédulo.

—Sí y no, pequeño Einsel. De ahí nacerá un digimon con los datos de Dalia, pero no será Dalia. Algunos lo llaman descendencia; otros, sin embargo, dicen que es una reencarnación.

Miré aquel oval que tenía sujeto y dejé escapar el aire entre los dientes.

—No lo entiendo...

—No tienes que entenderlo. Es la unión entre la vida y la muerte.

—¿Y ahora qué debo hacer?

La anciana se acercó y elevó su cabeza, dejando ver entre los mechones de su flequillo un par de ojos lechosos.

—Tú —declaró—, que decidiste vivir sin amor. Tú, ahora tendrás que proteger al amor con tu vida.

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